Lo que aparece en los medios y lo que suelen decir sus principales representantes sobre el conservacionismo, a mi modo de ver, no lleva buen camino. No porque el conservacionismo no tenga razones de peso, sino porque quienes hablan en su nombre y quienes recogen sus discursos esgrimen razones, cuando las esgrimen, que tal vez sean válidas para ellos, pero nunca podrán llegar a una mayoría bien indiferente, bien contraria cuando se tocan sus intereses (que, por otra parte, pueden ser legítimos).
Una de las razones que dan es el amor a la Naturaleza (que suelen reducir a los animales). Es loable, pero a muchos no nos parece más importante que el amor a la humanidad o a nuestras ciudades. Y es algo muy subjetivo: ¿es Naturaleza un bosque y no lo es una ciudad? ¿Las ciudades no pertenecen a la Naturaleza?
Otros, en una vena heroica, nos hablan de salvar el planeta, ignorando que el planeta tiene un futuro independiente de nosotros que se mide en miles de millones de años. Y si solo se refieren a su parte viva, pasa lo mismo: se le prevé una duración de cinco mil millones de años. No olvidemos que las bacterias y las arqueas forman una parte enorme y principalísima de la biosfera. Ni el planeta ni la biosfera nos necesitan para nada.
Algunos, más tocados por la religión a mi modo de ver, vienen a decir que tenemos una deuda con la biosfera y que se la tenemos que pagar conservándola. Es una visión algo mística que dudo que pueda cuajar en las mayorías sociales y que asigna a la humanidad un papel, como si dijéramos, de vigilante de la Creación.
Hay una minoría de conservacionistas con una formación científica en las ciencias de la vida que da unos motivos fundamentados, pero que no pueden entusiasmar, me parece, a la mayoría de la gente hasta el punto de comprometerla en la conservación. Uno es que cada especie es un experimento único que ha costado miles de millones de años y que dejarla desaparecer o provocar su extinción nos priva de su estudio. Relacionado con esto, aunque no sea exactamente lo mismo, está el interés en poder estudiar el máximo de especies. Pero esto, presentado así, como simple curiosidad científica, no creo que pueda cuajar en la sociedad.
Este tipo de razones solo tienen valor para quienes las sustentan, pero me temo que dejan fríos al resto de los humanos. Hay razones, en cambio, que sí que pueden apelar eficazmente a la mayoría. Son el tipo de razones que el eminente entomólogo E. O. Wilson defiende desde hace mucho tiempo. Son razones prácticas, muy prácticas, de utilidad de las especies y de los ecosistemas que los conservacionistas, los científicos y los divulgadores deberían difundir por todas las vías a su alcance.
Por ejemplo, en cuanto a los ecosistemas, Wilson insiste en los servicios que nos hacen y en lo que nos costaría conseguirlos en su ausencia. Nos dice que en 1997 un equipo internacional de economistas y de ambientalistas evaluó los servicios ecosistémicos mundiales en 33 billones de dólares o más anuales, mientras que el producto mundial bruto era de 18 billones. Entre estos servicios están la regulación de la atmósfera y del clima, la depuración y la retención de agua dulce, la formación y enriquecimiento del suelo, el reciclado de nutrientes, la detoxificación y la recirculación de los desechos, la polinización de los cultivos, o la producción de leña, alimento y combustible a partir de la biomasa. A mi modo de ver se trata de una evaluación a la baja, en la medida que muchos de esos servicios no podríamos sustituirlos artificialmente, con lo que su valor resultaría infinito. El economista catalán Joan Martínez Alier ha hecho estimaciones que apuntan en la misma dirección.
Y para conservar los ecosistemas es preciso conservar la diversidad biológica o, como se dice ahora, la biodiversidad. Cuantas más especies viven en un ecosistema, este es más productivo y estable. Se entiende por producción la cantidad de tejido vegetal y animal que el ecosistema produce en una unidad de tiempo y por estabilidad, lo estrechamente que varían las abundancias sumadas de todas sus especies y/o la rapidez con que se recuperan de alteraciones como incendios, sequías u otras grandes perturbaciones. En esta biodiversidad no solo hay que tener en cuenta las especies visibles a simple vista, sino que también cuentan las especies microscópicas, muchas de las cuales descomponen los cuerpos de los organismos mayores, amortiguan las fluctuaciones de los ciclos orgánicos liberando dióxido de carbono para las plantas y son reservorios de carbono y nitrógeno.
Por otra parte, la biodiversidad genera más biodiversidad, ya que a más biodiversidad, mayor probabilidad de presencia de especies que abren nuevos nichos ecológicos que ofrecerán oportunidades a otras especies.
Naturalmente, no todas las especies de un ecosistema biodiverso tienen el mismo valor, ni para el ecosistema ni para nosotros. Pero la medición del valor que hagamos de cada especie en concreto no puede limitarse a su valor actual: ignoramos su valor futuro y no sería sensato dejar desaparecer una especie por su falta de valor actual. Me extenderé en esto más adelante. De momento, solo diré que nadie puede saber ni predecir el valor futuro de una especie. En cuanto a especies clara y fuertemente dañinas para nosotros como ciertos virus y bacterias, soy partidario de su desaparición, aunque me temo que es una utopía. Solo hemos eliminado el virus de la viruela (excepto los que se guardan bajo grandes medidas de seguridad en un laboratorio para la investigación). Además, habría que conocer si nos prestan algún servicio a nosotros o a los ecosistemas y si esos servicios superan a los perjuicios que nos causan.
La agricultura y la alimentación es un sector que se beneficiaría grandemente de la conservación de las especies. El 90 % de los recursos alimentarios del mundo dependen de poco más de un centenar de especies, cuando se conocen del orden de un cuarto de millón. De ese centenar, solo 20 responden de la mayor parte de esos recursos y tres (maíz, trigo y arroz), como dice Wilson, se sitúan entre la humanidad y el hambre. Las veinte estaban presentes en las regiones en que empezó la agricultura hace diez mil años. Pero existen unas 30.000 especies silvestres fuera de estas regiones que tienen partes comestibles, que los cazadores-recolectores han consumido en un momento u otro y que podrían recolectarse o cultivarse. Su pérdida es la pérdida de un seguro alimentario. Lo mismo sucede con la carne. Dependemos casi exclusivamente de los ganados vacuno, ovino y porcino, así como de las gallinas y los pollos, cuando hay multitud de animales salvajes que se consumen en otras culturas, algunos de los cuales podrían añadirse a nuestra dieta, si no los extinguíamos.
La medicina también podría beneficiarse (de hecho, se beneficia) de la biodiversidad. Ya desde hace siglos una gran parte de los productos farmacéuticos que utilizamos proceden en última instancia de especies salvajes o silvestres, mayoritariamente de plantas, pero también de animales. Actualmente, equipos de farmacólogos, médicos y biólogos españoles están recolectando en las zonas de pesca de arrastre cnidarios y otros organismos que viven en el fondo y que los barcos desechan. Algunos de estos animales tienen antitumorales, antibióticos, antifúngicos y antivirales. No hace mucho, aunque una pequeña compañía española que no sé si aún existirá ya investigaba este tipo de organismos hace bastantes décadas, no tenían ningún valor, como sucede en el caso de los arrastreros, que los desechan. Hoy y a medida que avance la investigación, tendrán un gran valor que hará pensar en la necesidad de su conservación y la de sus ecosistemas.
Finalmente, se me ocurre otro motivo para conservar la biodiversidad. Tiene que ver con la ingeniería genética. No voy a exponer aquí mi opinión sobre esta técnica, que es muy matizada. Simplemente quiero decir que desde que disponemos de ella y de la tecnología de edición genética, todas las especies son recursos genéticos potenciales y con cada una que se pierde perdemos alguno de esos recursos potenciales.
Ahora bien, que haya que proteger la biodiversidad no quiere decir que el coste recaiga solo sobre una parte. Dado que el beneficio es para todo el mundo, los costes se deben repartir equitativamente entre todo el mundo. Cuando se declararon las primeras reservas y los primeros parques nacionales en África, promovidos por la IUCN, quienes pagaron la conservación fueron los pobladores de aquellos territorios, que se vieron expulsados de ellos o bien vieron restringido su modo de vida. A lo sumo, se contrató a unos pocos de esos pobladores como vigilantes de las reservas. Hoy sabemos que los beneficios de esos parques, que hoy benefician de alguna manera a todo el mundo (pero más a los occidentales que a los africanos), en un principio fueron solo para los grandes cazadores europeos preocupados por la mengua de sus piezas de caza que habían promovido la creación de la IUCN (hoy la IUCN tiene poco que ver con la original), los paganos fueron los africanos. Me ha recordado esto las polémicas españolas sobre el lobo y el oso. Parece que está pasando lo mismo, aunque menos a lo bestia, con los pastores. En otros países el Estado les paga los seguros, les da ayudas sustanciosas para vallados y mastines e indemnizaciones ágiles y justas. Aquí no se sabe nada de eso, lo cual provoca el enfrentamiento entre conservacionistas (unos pocos de los cuales son verdaderos talibanes de la conservación) y los ganaderos extensivos. Así, la guerra de la conservación está perdida.
Abril de 2021