En el siglo XIX florecieron diversas escuelas socialistas y comunistas con ideólogos y prácticos como Saint Simon, Fourier, Owen o Cabet. Los fundadores de un pretendido “socialismo científico”, Marx y Engels, los tildaron de utópicos, en el sentido de que sus proyectos nacían en sus cabezas y debían realizarse al margen de las fuerzas y luchas económicas y sociales que se daban realmente en la sociedad. Pero esto no me interesa ahora, sino la concreción práctica que algunos de ellos dieron a sus ideas. Fourier proyectó y construyó “falansterios”, una especie de comunas agrario-industriales de propiedad colectiva y con rotación en los diversos trabajos; Cabet fundó Icaria, parecida a los falansterios en su filosofía; Owen, que era industrial, fue el más realista: primero reformó su fábrica a la que llamó New Lanark de manera que fuese propiedad de sus obreros y que estos recibiesen educación y eliminó los trabajos penosos, fundando más tarde diversas cooperativas agroindustriales.
Todas estas colonias fracasaron más o menos rápidamente (las cooperativas de Owen tardaron mucho más que las demás) por la concurrencia de diversas causas, como disidencias filosóficas entre los impulsores y no entendimiento con quienes aportaban la financiación; rivalidades de camarillas dentro de las colectividades; personalismo de los líderes o incapacidad de los mismos para cohesionar a la comuna; hostilidad del medio, tanto natural (varias comunas se fundaron en “tierras vírgenes”) como social (las comunas tenían que desenvolverse en un mundo capitalista); problemas económicos (baja rentabilidad, participación en el mercado exterior, necesidad de contratar mano de obra en contra de las convicciones de los comuneros…); fracaso al gestionar los conflictos inevitables entre grupos y entre individuos.
¿Y qué tiene esto que ver con el Profesor Francho? Pues que igual que hay y ha habido utopías sociales las ha habido y las hay tecnológicas. En la literatura son destacables las de Julio Verne (aunque no tuviera nada de visionario: sus anticipaciones, cuando se han hecho realidad, nada han tenido que ver con las tecnologías a que él acudió) y las robotianas de Isaac Asimov, que tienen el mérito de haber escrito un código de conducta para los robots que los constructores actuales procuran inscribir en ellos. Pero no solo hay utopías tecnológicas en la literatura, sino también en la realidad. Una de ellas se llamó Biosfera II.
En 1984 se puso en marcha el proyecto así bautizado, un experimento a lo grande con la vista puesta en la colonización de otros planetas. No participaba ningún organismo oficial, aunque había colaboración de la universidad de Arizona, y contaba con financiación privada de un millonario obsesionado con una guerra entre los EEUU y la URSS y el respaldo de una compañía creada al efecto. El nombre lo decía todo, se trataba de crear una minibiosfera que replicara fielmente la de la Tierra, con sus especies, sus ecosistemas (incluidos los agrarios), sus ciclos y sus fuentes de energía. Es decir, se pretendía una especie de nave colonizadora autosuficiente (aunque una de las fuentes de energía utilizadas era una central de gas).
El experimento se realizó en los años 90 y duró dos años, con ocho “bionautas” encerrados. Desde los primeros momentos hubo problemas: el predominio aquellos años de cielos nublados redujo la producción vegetal; de las 27 especies animales introducidas, solo quedaron ejemplares de 7; las bacterias del suelo proliferaron espectacularmente consumiendo tanto oxígeno que la presión del mismo equivalía a la que hay a 4.000 m de altitud, con las consecuencias esperables; etc. reduciéndose todo a que los ocho “bionautas” pasaron hambre. Y esto en cuanto a lo biológico, pero hubo más: los “bionautas” se pelearon entre sí seriamente, acusándose de robar comida y de sabotaje.
Mi resumen de lo que pasó con Biosfera II se expresa con muy pocas palabras: ignorancia de la complejidad de la biosfera original y desconocimiento de la naturaleza humana. El desenlace era inevitable.
Actualmente, la universidad de Arizona utiliza Biosfera II para el estudio ecológico en condiciones lo más parecidas posible a la naturaleza. Entre otras cosas, sirve para estudiar efectos del calentamiento global. Mi reflexión sobre el particular es que desde el principio debería haber tenido esa finalidad, en vez de las magufadas pseudohippies-pseudoconspiranoicas-pseudoheroicas que inspiraron el proyecto.
Y en octubre del año pasado saltó en diversos medios la noticia del proyecto Nüwa, que yo concibo como una Gigabiosfera II. Se trata de construir una ciudad de un millón de habitantes en Marte. Nüwa es el nombre que ha puesto a su proyecto, en honor de la diosa china creadora de la humanidad (¡que no falte épica!). el numeroso equipo de arquitectos y científicos que lo presentaron al concurso de la Mars Society. Se fraguó, según ellos, en reuniones telemáticas entre abril y junio del año pasado (extenso período de tiempo para crear un proyecto de esa envergadura y dificultad, ciertamente) y ha conseguido figurar entre los proyectos finalistas del concurso de la Mars Society, una sociedad sin ánimo de lucro interesada en la exploración (¿otros chiflados?).
De realizarse, consistirá en la creación de cinco núcleos urbanos con una población total sobre el millón de habitantes en un profundo acantilado de Marte (en la pared). Por electrolisis del agua marciana obtendrá oxígeno para la respiración e hidrógeno para extraer el hierro de los oxidados minerales del planeta y obtendrá energía de la radiación solar (no de los vientos marcianos, porque la atmósfera de Marte es muy tenue). Será autosuficiente (¿tienen los autores, por ejemplo, los conocimientos para practicar agricultura fuera de la Tierra? Por mucho que se practique el cultivo hidropónico, las plantas tienen unas necesidades concretas de sales minerales y otros requisitos tanto químicos como físicos).
Como los socialistas y comunistas utópicos, los autores de este proyecto creen haberlo previsto todo, incluso el sistema político y el tipo de economía. Que me perdonen, pero me recuerdan la ingeniería social del régimen estalinista. Aunque creo que, por lo menos en este siglo, nadie va a arriesgar nada para la realización de este proyecto. Ni siquiera los Estados más poderosos en su perpetua búsqueda de hegemonía y prestigio, porque suena a trabajito escolar de alumnos avanzados, no a proyecto serio. En primer lugar, porque, como se vio con Biosfera II y aunque el conocimiento ecológico haya avanzado desde entonces, la biosfera aún resulta demasiado compleja para que podamos atar aunque solo sean sus aspectos más fundamentales. En segundo lugar, por el mismo error de los socialistas utópicos, que Stalin conllevó a base de terror: la ingeniería social no funciona.
Cuando uno se entera de proyectos así, hasta le resultan razonables los proyectos, aún en mantillas, de enviar astronautas a explorar Marte, presentados por las agencias espaciales y los Estados como grandes hitos para la humanidad. Sin embargo, reflexionando, uno se da cuenta de que no tienen sentido, que solo lo tendrían si los robots fueran exploradores menos eficientes que los humanos, y lo son más.
De todas formas, en estos asuntos, tanto como a la búsqueda de prestigio, algunos Estados o sus servicios militares y secretos son propensos a las magufadas. Aún recuerdo que en los años sesenta del siglo pasado la CIA, el KGB y los ejércitos respectivos experimentaban seriamente con la telepatía.
El hecho de que el coordinador del proyecto sea el astrofísico Guillem Anglada-Escudé, que en 2016 fue distinguido por Nature como uno de los científicos más importantes del año, no me quita de la cabeza el parecido de este proyecto con un meritorio crédito de síntesis de los que hacen los estudiantes al acabar la Educación Secundaria Obligatoria.
Febrero de 2021