Muchos científicos dicen huir de la filosofía y creen que los filósofos solo embrollan las cosas con vaguedades. Y muchas veces tienen razón, especialmente cuando los filósofos no están nada familiarizados con los trabajos de los científicos y pretenden, no obstante, dictarles lo que hay que hacer y cómo deben hacerlo. Pero se dan casos de algunos filósofos que, familiarizados con el trabajo de los científicos y habiéndolo estudiado, son capaces de darles orientaciones útiles que vale la pena, por lo menos, escuchar. Este es el caso que pretendo comentar. Se trata de un artículo aparecido en la revista de filosofía Synthese en septiembre del año pasado, firmado por Susana Monsó y Antonio J. Osuna-Mascaró.
Para empezar, tengo que mostrar mi sorpresa al saber la existencia de un campo de estudio científico llamado tanatología con especialistas, los tanatólogos, dedicados a él. Su objeto es la forma en que los animales no humanos comprenden la muerte. La investigación en este campo, por obvias razones éticas, no es fácil y depende del azar, de resultados colaterales de otros tipos de estudios y de topar en el campo con situaciones propicias. Ello no obstante, parece que hay bastante evidencia acumulada.
Los dos filósofos no se meten en ningún momento en la evaluación de los trabajos empíricos de los tanatólogos. En vez de ello, señalan la inconsistencia teórica de muchos de esos trabajos, que en su mayoría niegan que los animales, excepto tal vez los grandes simios, puedan tener un concepto de muerte. Y la achacan a lo que ellos llaman dos sesgos antropocéntricos. .
Esos sesgos son un sesgo intelectualizante y un sesgo emocional. El primero pone el listón muy alto, a nuestra altura, para concluir que un animal tiene un concepto de la muerte. El segundo consiste en utilizar como criterio el duelo humano, como si fuese la única manera posible de reaccionar ante la muerte. La argumentación contra el primer sesgo me ha recordado los comentarios de Frans de Waal acerca del estudio de la autoconciencia de los animales, de los que di cuenta en ¿Tienen los peces autoconciencia? Se trata de poner unas condiciones tan elevadas para considerar si hay o no conciencia de muerte que la respuesta solo puede ser sí o no, sin grados en esa conciencia que en definitiva siempre resulta que solo la tenemos los seres humanos. Esto, aunque no lo digan los autores del artículo, es contrario a la teoría de la evolución.
En la parte referente al antropocentrismo intelectualizante empiezan exponiendo la forma en que muchos tanatólogos comparatistas consideran el concepto de muerte, la muerte como un inobservable, un constructo hipotético que no puede asumir forma física ni ser directamente percibido, diferenciando en consecuencia entre el proceso de morir y el estado de estar muerto, por una parte, y la muerte en sí. Un concepto así es obvio que solo se puede alcanzar con una inteligencia elevada, es decir, solo por los humanos y, a lo sumo, por algún gran simio. Esto impide tener en cuenta las reacciones de los animales a la muerte de sus compañeros, a los cadáveres, a su inmovilidad, la experiencia que pueden acumular de estos casos. En principio, ninguna interpretación teórica puede impedir considerar que esas experiencias, ese aprendizaje les pueda llevar a conceptuar que los animales pueden morir, entendiendo la muerte como inmovilidad absoluta, sin ninguna reacción e irreversible, y que eso les puede pasar a ellos. Todo lo cual no tiene nada de abstracto, de inobservable ni de intelectual.
Como alternativa a estas ideas intelectualizantes, recogen unas condiciones mínimas para saber si se da algo a lo que se pueda llamar concepto de muerte. Afirman que puede atribuirse a una criatura la posesión de algún concepto de muerte si es capaz de clasificar algunos individuos como muertos con alguna fiabilidad, donde “muerto” se entiende como una propiedad de los seres que 1 se espera que tengan el conjunto de funciones características de los seres vivos, pero 2 carecen de esas características y 3 no pueden recuperarlas. La condición 1 se puede alcanzar mediante la acumulación de experiencias con una cierta clase de seres que lleva a la expectativa de determinados comportamientos de esos seres. La condición 2 resultaría de la violación de esa expectativa al encontrar algunos seres de los que se esperarían comportamientos del tipo de los mencionados que no la cumplen. Y la condición 3 surgiría de la acumulación de encuentros con seres muertos. Esto debería ser considerado el mínimo requisito para afirmar que un animal tiene un concepto de muerte. Se podrían añadir sucesivamente condiciones más exigentes para valorar el nivel de ese concepto, pero no como requisitos mínimos para reconocer su existencia en un animal.
Baste esto para hacerse una idea de por dónde va la crítica de los dos filósofos a lo que llaman antropocentrismo intelectualizante. A continuación explican y critican lo que han llamado antropocentrismo emocional. Critican que los tanatólogos tilden de “interesantes” observaciones como la que comentan los autores sobre el comportamiento de una orca ante el cadáver de una compañera, comportamiento que parecía equivalente a nuestro duelo, y traten otras, en que no se puede asimilar el comportamiento de los animales al nuestro, de “carentes de interés”. Señalan que los comportamientos similares a nuestro duelo no necesariamente son pruebas de la posesión de un concepto de muerte, pudiendo tener otras explicaciones, desde secreciones hormonales hasta la proximidad filogenética a nosotros. Y que habría que ser mucho más objetivo, con el mínimo de ideas previas necesario, ideas previas a veces no conscientes que llevan a esos sesgos. No parece que se pueda adelantar mucho en la tanatología si se toma como modelo exclusivo de comportamiento ante la muerte nuestro peculiar duelo.
Mi conclusión es que los tanatólogos deberían leer ese artículo. A mi parecer, desbroza el terreno para que sus investigaciones tengan el máximo rigor posible y lleven a descubrimientos que vayan más allá de lo que ya creemos saber.
Enero de 2021