Ya escribí en otro artículo que la selección natural es un proceso chapucero que trabaja a la manera de esas personas mañosas que van recogiendo cositas y las ensamblan luego para construir aparatos que nunca funcionan como los que construye un ingeniero. El ejemplo que ponía eran los huesos del oído de los mamíferos, formados a partir de huesos de la mandíbula de sus antepasados. Esta vez voy a tratar de cómo utilizamos la energía contenida en los alimentos.
Casi toda esa energía es procesada en unos orgánulos celulares llamados mitocondrias, unas estructuras de alrededor de un micrómetro de diámetro, con una membrana externa que las separa de y a la vez las pone en contacto con el citoplasma, una membrana interna muy plegada y que varía continuamente de forma y una matriz que contiene una pequeña molécula circular de ADN y ribosomas (las factorías donde se ensamblan las proteínas). Hoy se acepta la teoría de Lynn Margulis de que las mitocondrias fueron en un principio organismos semejantes a bacterias que se introdujeron como parásitos o fueron ingeridos por una célula mayor, coevolucionando ambos tipos de células hasta producir una asociación simbiótica muy íntima.
Hay unas mil mitocondrias de media por célula, constituyendo el diez por ciento de la parte de nuestro cuerpo constituida por células. Si no tuviéramos melanina, mioglobina y hemoglobina, las mitocondrias darían a nuestro cuerpo un color rojo amarronado cuyo tono cambiaría con la actividad o el reposo. Ello se debe a unos pigmentos llamados citocromos que se encuentran en las membranas de las mitocondrias. La función de estos pigmentos no es dar color, sino ser el vehículo de un flujo de electrones, o sea una corriente eléctrica, que va desde las deshidrogenasas que toman electrones de los alimentos (asociados a protones, es decir, en forma de átomos de hidrógeno) y los ceden a los citocromos, de los que hay varios, formando una cadena de transporte de electrones. El último citocromo los cede a un enzima llamado citocromooxidasa, que a su vez los cede al oxígeno, formándose el agua que expulsamos con el dióxido de carbono en la respiración.
A los citocromos se asocian unas nanomáquinas llamadas bombas de protones, que hacen eso, bombear protones, aprovechando la energía de la corriente de electrones, del interior al exterior de la mitocondria. De modo que se acumulan protones en el exterior y desaparecen del interior, con lo que se crea entre ambos una diferencia de potencial de 0,2 voltios. Puede parecer muy poquita cosa, pero una diferencia de potencial de 0,2 voltios en unos pocos nanometros, que es el espesor de la membrana, significa un campo eléctrico de 40 millones de voltios por metro, ¡40 veces más que un rayo!
A favor de esa diferencia de potencial, los protones van volviendo al interior, proceso al cual se acopla la formación de ATP, la moneda energética de los seres vivos. El ATP o adenosín-trifosfato es una pequeña molécula formada por adenosina, uno de los nucleósidos de los ácidos nucleicos, y tres moléculas de fosfato (como el que usan los jardineros y los agricultores). El proceso consiste en la unión del ADP o adenosín-difosfato a una molécula de fosfato. Los fosfatos, en disolución, tienen carga negativa, por lo que la unión debe vencer la fuerza de repulsión entre ellos. La energía necesaria la da la entrada de protones siguiendo la diferencia de potencial. Esta energía se libera al transformarse el ATP en ADP en los procesos que consumen energía.
Vistos a grandes rasgos los procesos por los que las mitocondrias acumulan la energía de los alimentos para cederla a los procesos celulares, nos queda por ver cuán eficientes son. Los libros, las revistas y los programas de divulgación nos inducen continuamente a creer que la máquina viva es un dechado de diseño, ingenio y eficiencia. De ahí la creencia de mucha gente de que ningún proceso natural debería ser alterado por nosotros, reforzada por muchos desastres que se deben a nuestras acciones.
Pero la creencia es errónea. Por lo menos en cuanto a la energía se refiere, los animales, especialmente los de sangre caliente, somos verdaderos manirrotos, con consecuencias más que desagradables para nosotros.
Muchísimos electrones escapan de las cadenas de transporte, con lo que se producen, al no ir a parar a donde deben, los radicales libres. Se trata de átomos o moléculas con un electrón desemparejado. Los electrones en las capas externas de átomos y moléculas tienden a ir emparejados. Si hay uno desemparejado, el átomo o la molécula no es estable y no se estabiliza hasta que consigue arrebatar el electrón que le falta a otro átomo u otra molécula. El primer radical libre que se forma es el superóxido, oxígeno con un electrón desemparejado. Reacciona con cualquier molécula que encuentre arrebatándole un electrón, con lo que inicia una reacción en cadena que puede afectar a cientos de moléculas. También se forma peróxido de hidrógeno (agua oxigenada), que no es un radical libre, pero da lugar al oxhidrilo o hidroxilo, que atasca a muchas moléculas, incluido el ADN. Los radicales libres provocan rupturas de proteínas, desgarramientos de membranas, mutaciones Intervienen en enfermedades coronarias, cancerosas, inflamatorias y neurodegenerativas.
Otra fuga importante, de alrededor de nada menos que un cuarto de la energía celular, se da por la entrada de protones sin pasar por las nanomáquinas de producción de ATP. Se ha intentado buscarle una función biológica: los animales de sangre caliente han aumentado su nivel de actividad y su capacidad de mantener la temperatura corporal produciendo más calor. Un aparato para producir calor no necesita ser eficiente, puesto que el sino de la energía en todas sus transformaciones espontáneas es convertirse en calor, al contrario, debe ser ineficiente. De hecho, los animales de sangre fría son más eficientes energéticamente. Sin embargo, un cuarto de toda la energía es muchísimo.
De modo que cuando alguien me dice que la naturaleza es sabia, le contesto que más bien hace lo que puede y de la manera que puede, que no es, ciertamente, la del Gran Ingeniero.
© Julio Loras Zaera