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Julio Loras Zaera

La cabeza de Jano. Las dos caras de nuestra especie

Comentarios de los libros de Frans de Waal La política de los chimpancés (Alianza, Madrid, 1993) y El mono que llevamos dentro (Tusquets, Barcelona, 2010)

Desde el siglo XVII han contendido en el mundo intelectual occidental dos concepciones irreconciliables sobre lo que somos los seres humanos. Una es la de la tabula rasa: somos como una página en blanco sobre la que se puede escribir lo que se quiera; somos el resultado de las influencias familiares, de la educación, de las relaciones sociales, de los estímulos a los que nos vemos sometidos a lo largo de nuestra vida. Esta posición se asocia comúnmente con la persecución de una sociedad justa y libre. La otra es la de quienes creen que tenemos una naturaleza que determina lo que hacemos y lo que podemos hacer, y se suele asociar con la consideración de que lo que hay es lo único que puede haber. Simplificando, podría decirse que la primera concepción está en la base de posturas que podríamos llamar progresistas, mientras que la segunda justifica posiciones reaccionarias. Pero hay quien se adscribe a la primera y sostiene posturas reaccionarias, como pensadores y jerarcas católicos o representantes del Tea Party, como hay quien se adhiere a la segunda y mantiene posturas sociales a favor de la libertad y la justicia, como el lingüista Noam Chomsky o el sociobiólogo Robert Trivers.

Desde que Darwin formulara su teoría de la evolución por selección natural con su corolario de nuestro origen animal, ambas concepciones se han modificado para dar cabida a ese descubrimiento. Mientras quienes defendían la tabula rasa admiten nuestra continuidad con los demás animales en los campos de nuestra constitución anatómica o fisiológica, pero postulan una discontinuidad en el terreno de la conducta, quienes sostienen una concepción naturalista postulan la continuidad en todos los campos, conducta incluida.

Después de la Segunda Guerra Mundial, y como reacción al abuso de una biología amalgamada con el llamado darwinismo social1 y llevada a horrendos abismos de insania por el derrotado nazismo, dominó el panorama intelectual la primera posición, tanto entre gente que podríamos llamar de izquierdas como por otra claramente derechista. El primer tipo de gente temía que una naturaleza humana definida bloquearía la posibilidad de mejora de la sociedad, mientras que el segundo consideraba que aceptando una naturaleza humana que, después de Darwin, no podía ser otra que la definida por la biología, desparecerían de nuestra sociedad la moral y el sentido. Pero, desde mediados de los años 70 del siglo pasado, con diversos libros, especialmente Sociobiology 2de E. O. Wilson, escritos por biólogos que recalcaban la continuidad entre nosotros y las otras especies animales, y en un clima ideológico cada vez más dominado por el neoliberalismo, la concepción que he llamado naturalista ha ido ganando cada vez más terreno. Hoy, a diferencia de hace tres décadas, sería difícil encontrar biólogos que, como hacían muchos antes, declinaran estudiar nuestra conducta del mismo modo que la de otros animales. Y encontraríamos cada vez más psicólogos y científicos sociales que partan para su estudio de la idea de que no somos más especiales de lo que lo puedan ser los lobos, las abejas o cualquier otra especie social.

Creo que quien ha dado el tiro de gracia –en la ciencia, en el campo ideológico no hay tiros de gracia- a la tabula rasa ha sido el psicolingüista Steven Pinker3 en un voluminoso libro que recopila una gran cantidad de pruebas, a mi modo de ver, decisivas a favor de la concepción naturalista.

En general, en este auge del naturalismo se han propuesto una serie de afirmaciones sustantivas sobre nuestra naturaleza: somos animales competitivos, egoístas, agresivos y territoriales en perpetua lucha unos contra otros, tanto individualmente como en grupo. Ésta es parte de la explicación del éxito creciente de las ideas naturalistas. No obstante, no sería bueno que arrojásemos al bebé con el agua del baño, como dicen los ingleses. El bebé, para mí, es la congruencia del naturalismo con lo más avanzado de la biología evolutiva.

El autor de los dos libros de que trata este comentario, Frans de Waal, es un experto primatólogo que desde hace una treintena de años se dedica a la investigación de la conducta social de bastantes especies de primates, entre ellas y especialmente, los chimpancés y los bonobos, especies hermanas que comparten con nosotros sobre el 98,8 por ciento de sus genes. De Waal, siguiendo con la expresión inglesa, retiene al bebé, tira el agua sucia y lo vuelve a bañar con agua limpia.

Su manera de trabajar sobre el tema de la naturaleza humana es profundamente darwinista, pero difiere tanto de darwinistas que empobrecen el pensamiento de Darwin extrapolando, sin atender a ninguna complejidad, las conductas de competencia directa, incluso caricaturizadas (los tan traídos y llevados garras y dientes rojos de sangre, metáfora que, por cierto, es anterior en muchos años a Darwin, que siempre fue mucho más sutil y de pensamiento nada simplista), como de quienes afirman una naturaleza separada para nuestra especie. Éstos últimos, cuando se enfrentan a conductas humanas, cometen el mismo error que cometería un biólogo evolutivo que, por ejemplo, estudiara nuestra mano fijándose en todos sus detalles, especialmente su anatomía que le permite la pinza de precisión, su abundante inervación y su grande y detallada representación en la corteza cerebral y, al no encontrar nada de esa complejidad en nuestros parientes cercanos, concluyera que no tiene nada que ver nuestra mano con las suyas. El método darwinista es muy distinto. En vez de proceder de esa manera, buscaría en nuestros parientes rasgos más sencillos de la mano de los que hubiese podido surgir gradualmente una tan compleja como la nuestra. Y para de Waal, como para la mayoría de biólogos evolutivos, lo que vale para estudiar la mano vale para estudiar rasgos de conducta. Él lo califica de enfoque ascendente y consiste en estudiar rasgos simples de conducta social ascendiendo a rasgos gradualmente más complejos, pero relacionados, para llegar, si es posible, a los propios de nuestra especie.

La política de los chimpancés es el libro con que de Waal se dio a conocer al público general, divulgando su estudio de un aspecto del comportamiento social de los chimpancés, las relaciones de dominancia, y se basa en su trabajo, iniciado como estudiante y terminado como científico profesional, basado en la observación sistemática durante años, con una dedicación de miles de horas, de una colonia de veinticinco chimpancés del zoo de Arnhem, en su país natal, Holanda. De Waal dice inspirarse en El Príncipe de Maquiavelo y el libro expone cómo, entre los chimpancés de la colonia, se establecía, se mantenía y se alteraba la jerarquía social. Se trataba de un orden más inestable y construido con conductas más agresiva entre los machos y más estable y con conductas menos agresivas entre las hembras. Entre los machos, la forma aparentemente casi única de conseguir un rango elevado eran series de exhibiciones de intimidación y peleas hasta que se conseguía. Entre las hembras, jugaban un mayor papel la edad y las amistades, aunque las peleas no estaban ausentes, y su jerarquía era más estable. Pero esto es sólo una parte de la historia, ya que entre los machos, en los que es más evidente la jerarquía, en realidad, más que las intimidaciones y las peleas por sí mismas, lo que inclinaba siempre la balanza eran las alianzas, tanto con otros machos como con hembras, bien fuesen algunas en concreto, bien fuese con el conjunto de ellas. Alcanzar el rango dominante precisaba, tanto o más que ganar en una serie de enfrentamientos, el apoyo de otros individuos en ellas, basado tanto en la consecución de amistades con algunos machos y en impedir otras alianzas entre ellos como de la amistad de las hembras, generalmente a base de mediar en las peleas entre ellas y en la protección y el juego con sus crías. La permanencia como macho más dominante dependía del cultivo de esa relación con las hembras, de la mediación en los conflictos y de las concesiones a otros machos. Las crisis de la dominancia eran predecibles cuando otros individuos empezaban a dejar de hacer el saludo de sumisión al macho dominante y entablaban relaciones más estrechas con otros. El poder del macho dominante dependía, fundamentalmente, de que fuese capaz de mantener la armonía dentro del grupo.

Al parecer, las relaciones jerárquicas se dan siempre entre los machos, mientras que entre las hembras en libertad son débiles y borrosas, lo que se explica porque en la vida libre, las hembras pasan poco tiempo juntas, pasando la mayor parte de él solas con sus crías. El tema de la jerarquía femenina me ha interesado, precisamente, por algo que no hizo de Waal. En la colonia, al principio y durante dieciocho meses, no había ningún macho adulto. En esa época, el papel dominante correspondía a una hembra llamada Mama, que tenia lo que podríamos llamar una amiga íntima, llamada Gorila. Mama era fuerte y muy inteligente. Cuando se introdujeron los tres machos adultos, Yeroen, Nikkie y Louit, bastante tenían con zafarse de los golpes, tirones y mordiscos de las hembras, procurando estar siempre juntos y con expresiones constantes de miedo. Al cabo de algunos días, algunas hembras empezaron, cautelosamente, a iniciar contactos amistosos con ellos que solían ser desbaratados por Mama. Gorila, su principal apoyo, iba rebajando la hostilidad hacia los machos, pero seguían estallando violentos conflictos iniciados por Mama. Llegados a este punto, el equipo de de Waal decidió interferir, apartando temporalmente de los demás a Mama y Gorila, lo que permitió que Yeroen, Nikkie y Louit se hiciesen con el control. Cuando las dos hembras fueron reintroducidas, adoptaron una actitud diferente a la inicial, más típica de las hembras. El autor justifica la interferencia explicando que, por una parte, antes de que se introdujeran los machos, cada semana por lo menos un chimpancé debía ser apartado del grupo para curarle alguna herida, situación que acabó cuando los machos tomaron el control (las hembras de chimpancé tienen menos fuerza y caninos mucho menos temibles que los machos, pero también tienen menos inhibiciones a la hora de agredir), y, por otra, que de todas formas los machos hubiesen acabado por dominar, ya que, en libertad, siempre son dominantes sobre las hembras. A mi modo de ver, a no ser que las agresiones cuando no había machos pusiesen el peligro la vida de los individuos agredidos, de Waal perdió la ocasión de hacer un experimento especialmente interesante, al que daba pie la dominancia de Mama con apoyo de Gorila en ausencia de machos. Si hubiese evitado interferir, ¿no se habría podido dilucidar si las hembras tienen jerarquías más estables y relajadas (al parecer, la dominancia de Mama no era muy relajada) porque ellas son así o porque la mayor fuerza y las alianzas de los machos les impiden demostrar que son como ellos? Y ¿no habría habido la oportunidad de saber si, en determinadas circunstancias (básicamente, mucho tiempo pasado juntas sin machos y las alianzas entre ellas), las hembras podrían dominar permanentemente sobre los machos? Precisamente eso es lo que ocurre en los bonobos, la especie hermana de los chimpancés, en que las hembras dominan colectivamente a los machos, pese a no ser parientes entre sí, cosa que sí suelen ser los machos, y el rango de éstos depende del de sus madres, aunque entre los bonobos la agresión no juega casi ningún papel.

Una parte menos extensa de La política de los chimpancés se refiere a lo que de Waal llama reconciliaciones (hoy, muchos lo llaman resolución de conflictos). Tras las peleas, incluidas las que se dan por la dominancia, es frecuente que los rivales se acerquen y se acicalen mutuamente, cosa que les relaja mucho, e interaccionen amistosamente. A veces, la reconciliación se hace esperar y entonces se produce a iniciativa de una tercera parte, generalmente una hembra (un macho parece que levanta recelo por parecer que toma partido), casi siempre mayor y dominante (en la jerarquía de las hembras parece que intervienen más que otra cosa la edad y la capacidad mediadora que la fuerza o las alianzas), media entre ellos.

Entre los chimpancés se dan relaciones de amistad, pero no suelen interferir en la disputa de la dominancia. Por ejemplo, de los tres machos adultos, dos eran amigos, lo cual no influyó en sus alianzas en pos de la dominancia y su mantenimiento y Gorila y Mama, muy amigas, estuvieron a veces en bandos distintos, aunque nunca se enfrentaron directamente.

En La política de los chimpancés no se hacen paralelismos explícitos con la conducta social humana, pero no resultan necesarios, ya que se nos vienen a la mente continuamente. En El mono que llevamos dentro, las comparaciones son explícitas y omnipresentes. Este segundo libro, basado en los estudios realizados por el autor y otros muchos en los veintitrés años posteriores a la publicación de la edición original del anterior, es fruto, como varios otros suyos, tanto de su contacto con los bonobos como del interés que despertó en él el tema de la resolución de conflictos, interés despertado no tan sólo por razones intelectuales, sino también por el impacto emocional que tuvo en él la muerte de un macho de la colonia de Ahrnem a manos de los otros dos.

El capítulo de El mono que llevamos dentro dedicado al tema del poder puede considerarse continuación del libro anterior y en él nos dice : mis observaciones con antropoides me obligaron a abrir mi mente para contemplar las relaciones de poder no como algo malo, sino como algo profundamente arraigado. Quizá la desigualdad no pudiera despacharse como un producto del capitalismo sin más. Yo estoy parcialmente de acuerdo con él, en cuanto a la sed de poder. Me explico: como dice de Waal, un buen observador entrenado en la observación de primates que se fije, entre otras cosas, en el lenguaje corporal, tendrá múltiples ocasiones de observar relaciones interpersonales en las que el rango, al modo en que lo entienden los etólogos, está casi siempre presente y que cuando está bien establecido todo funciona mejor. Esto puede aplicarse a las relaciones dentro de sociedades sencillas, como, por ejemplo, las cazadoras-recolectoras, aunque aquí ya surgen algunas complicaciones, que trata el mismo autor. En sociedades extraordinariamente complejas, como la nuestra, donde no sólo hay relaciones interpersonales o en pequeños grupos, sino también –y son las que más influyen en la determinación de nuestras vidas- relaciones impersonales con y entre grupos estructurados, en las que las emociones suelen jugar un papel secundario creo que las cosas son algo distintas. Sospecho que las relaciones de este segundo tipo, más que homólogas4, son análogas a las de los otros primates y a nuestras relaciones interpersonales, aunque, por otra parte, puedan aprovecharse de ellas de algún modo.

En cuanto a las complicaciones de que hablaba, de Waal enfoca la atención en las sociedades igualitarias y nos advierte de que el igualitarismo no es un acuerdo pasivo e idílico en el que todo el mundo se estimaba y valoraba. No digo que tales situaciones sean inverosímiles (...), pero desde una perspectiva biológica son insostenibles. En algún punto, el interés egoísta asomará su fea cabeza (...)El igualitarismo no se basa en el amor mutuo y menos en la pasividad. Es una condición mantenida activamente que reconoce el universal anhelo humano de controlar y dominar. Los igualitarios no niegan la voluntad de poder; por el contrario, la conocen muy bien. Tratan con ella a diario. En las sociedades igualitarias, los hombres que intentan dominar al resto son sistemáticamente reprobados, y la arrogancia masculina está mal vista (...) Cualquier asomo de ostentación se penalizará con chistes o insultos (...) al aspirante a jefe que llega a creerse con derecho a decir a los otros qué deben hacer se le hace saber cuán jocosos son sus humos. El antropólogo Christopher Boehm estudió estos mecanismos niveladores. Observó que los líderes que se vuelven bravucones y jactanciosos y no redistribuyen los bienes y hacen tratos con extraños para su propio beneficio, pierden rápidamente el respeto y el respaldo de su comunidad. Desde la ridiculización, pasando por los insultos o el ostracismo, hasta la muerte a manos de uno o varios compañeros o la soledad forzosa (por expulsión del grupo o por abandono de éste), que es una pena de muerte diferida, los grupos igualitarios utilizan una amplia panoplia de medios para mantenerse así.

Aquí me parece, estando de acuerdo con el autor, que hay una debilidad en su presentación de las cosas, ya que , aunque habla de la observación en los chimpancés de machos alfa despóticos o que no compartían la caza que han sido agredidos, incluso matados, por el grupo o de que incluso los machos alfa, si no han participado en la caza, pueden quedarse sin una porción en el reparto, que suele alcanzar a todos los individuos, no saca una posible consecuencia que parece desprenderse de esas observaciones A mi entender, apuntan a que el igualitarismo activo puede tener tanta raíz biológica como la sed de poder.

En este mismo capítulo trata también de la mediación. Entre los chimpancés existen esas funciones, que suelen ser realizadas por los de más alto rango, ya que la mayoría de los otros individuos tienden a ayudar sistemáticamente a sus parientes, amigos y aliados. Si el grupo los respalda, también realizan esas funciones otros individuos, tanto machos como hembras.

Puesto que los debates sobre la agresividad humana invariablemente giran en torno a la guerra –nos dice de Waal en el capítulo dedicado a la violencia-, la estructura de mando de los ejércitos debería hacernos pensarlo dos veces antes de trazar paralelismos con la agresión animal. Aunque es comprensible que sus víctimas vean las invasiones militares como una agresión, ¿quién dice que el ánimo de los perpetradores es agresivo? ¿Acaso las guerras se derivan de la ira? A menudo, los líderes tienen motivos económicos o de política interna, o se escudan en la defensa propia. (...) No creo que sea una exageración decir que la mayoría de la gente en la mayoría de las guerras se ha movilizado por algo distinto de la agresión. La guerra humana es sistemática y fría, lo que la convierte en un fenómeno casi [subrayado mío, J. L.] nuevo. Y sin embargo... La identificación grupal, la xenofobia5 y el conflicto letal, tendencias todas que se dan en la naturaleza, se han combinado con nuestra desarrollada capacidad de planificación para “elevar” la violencia humana a su nivel inhumano. Para el autor, si dejamos aparte Estados y naciones, que sólo ocupan unos pocos milenios, comparados con los más de cien mil años de existencia de nuestra especie, no podemos explicar cosas como el genocidio, pero si nos fijamos en sociedades de pequeña escala, las diferencias con los chimpancés ya no parecen tan grandes. No somos invariablemente hostiles como ellos hacia los extraños, pero nuestro primer impulso es de desconfianza. Cree que somos tan territoriales como los chimpancés y, como ellos, nos enzarzamos de vez en cuando en guerras contra otros grupos. Si bien, como explicaré, tengo mis dudas de que seamos tan territoriales, estoy de acuerdo en que tenemos un ramalazo xenófobo y creo que no se puede dudar que todas las sociedades, sea cual sea su escala, han tenido o tienen de vez en cuando conflictos letales entre sí.

En cuanto a la territorialidad, ésta, si existe, es muy débil en los pueblos cazadores-recolectores, cuyo modo de vida ha sido el de toda nuestra especie durante cientos de miles de años. Diversos antropólogos afirman que los grupos cazadores-recolectores, si bien pueden considerar un territorio como propio, no lo suelen defender violentamente y suelen permitir a otras bandas su libre utilización. Claro que tal vez no podamos considerar a las bandas como sociedades en cuanto tales y, en vez de ello, debamos dar la consideración de sociedades a agrupaciones de bandas unidas por lazos de parentesco, amistad e intercambios de miembros entre ellas. Sí se dan a veces combates entre bandas, pero parece que los motivos no tienen por qué ser territoriales, pudiendo ir desde ofensas y homicidios a la presión sobre los recursos.

Los chimpancés machos patrullan frecuentemente los límites de sus territorios, desplazándose en fila y en silencio –en contraste con su ruidosidad en otras circunstancias-, atentos a cualquier ruido procedente del otro lado, subiéndose a veces a algún árbol desde donde otean largo tiempo. Lo hacen en tensión, de modo que cualquier ruido inesperado les hace mostrar sonrisas nerviosas y buscar intenso contacto corporal. Si detectan algún macho extraño solo o algún grupo más pequeño y más débil que el suyo, lo acechan y lo atacan por sorpresa hasta matar a los extraños si no pueden huir. Se ha descubierto que machos que se habían criado juntos e incluso habían sido amigos, han sido matados por sus antiguos compañeros cuando han pasado a otros grupos y territorios. Aquí, de Waal hace un paralelismo con la deshumanización del enemigo en nuestra conflictos intergrupales. En los conflictos intragrupales de los chimpancés, son muy raras las muertes y siempre hay reconciliación, mientras que los conflictos intergrupales conllevan invariablemente muertes. Al parecer, entre los chimpancés se da una clara distinción entre nosotros y ellos, lo que hace sospechar que exista una especie de conmutador que regula estos aspectos de la conducta y que depende de la percepción de intereses compartidos frente a intereses discrepantes. Los intereses compartidos se deben a la dependencia mutua de los miembros del grupo y los discrepantes se refieren a la competencia por el territorio.. Dentro del grupo, se dan inhibiciones de las emociones agresivas, inhibiciones ausentes frente a los miembros de otros grupos. Creo que es lícito pensar que en nosotros se dan mecanismos similares respecto a la agresión y a la identificación con el grupo, mecanismos que se utilizan en las guerras por parte de quienes tienen interés en ellas.

No obstante, de Waal no cree que estemos condenados a la guerra permanente y se basa para su creencia en datos de la antropología y de la arqueología que parecen indicar que durante la inmensa mayor parte del tiempo de nuestra existencia como especie, las guerras han sido infrecuentes. Pero también nos advierte de que debemos de tener alguna proclividad hacia ella, ya que resulta difícil creer que la guerra humana surgió de la nada, sin previas hostilidades entre grupos humanos. Seguramente, nos dice, nuestros ancestros conocieron conflictos intergrupales esporádicos que sólo recientemente, geológicamente hablando, crecieron de escala y se convirtieron en la guerra que conocemos.

Pero, al lado de la guerra, a la que nos supone un tanto proclives, hay otra conducta que no pueden iluminar los chimpancés: la de hacer la paz y mantenerla. Aquí pasa a los bonobos. Los territorios de la especie hermana de los chimpancés tienen unos límites mucho menos claros que los de éstos, y los machos bonobo, que son dominados colectivamente por las hembras, cuando coinciden dos grupos en un territorio, al principio se hostigan, mientras las hembras, subidas a los árboles, chillan. Pero esto dura poco y nadie resulta herido, y al cabo de unos minutos las hembras de ambos grupos comienzan a tener contactos sexuales entre ellas y pronto con los machos del grupo oponente. Aunque los machos siguen recelando y sólo tienen contactos sexuales con las hembras, al final, todo el mundo, adultos y crías, participa de la fiesta.

Los bonobos –dice de Waal- nos muestran las condiciones en que pueden evolucionar las relaciones pacíficas entre grupos. Condiciones similares se aplican al caso humano. Todas las sociedades humanas conocen los matrimonios interétnicos y, por tanto, el flujo génico entre grupos que vuelve contraproducente la agresión letal. Aunque se pueda ganar algo al apropiarse del territorio de otro grupo, hay contrapartidas, como las bajas propias, los parientes muertos del otro bando y la reducción de tratos comerciales6. Esto último puede no ser aplicable a los antropoides, pero es un factor significativo en el caso humano. Así, pues, nuestras relaciones intergrupales son inherentemente ambivalentes: un trasfondo hostil se combina a menudo con un deseo de armonía [subrayado mío, J. L.]. El bonobo ilustra de forma primorosa la misma ambivalencia. Las relaciones entre vecinos están lejos de ser idílicas, porque no se privan de marcar los límites de su territorio, pero dejan la puerta abierta al apaciguamiento y el contacto amistoso.

En lo que se refiere a la agresión intragrupal, ya he hablado de las conductas de reconciliación en los chimpancés, mientras que los bonobos no suelen agredirse y suelen resolver sus conflictos mediante contactos sexuales.

El último capítulo antes de las conclusiones trata del altruismo y de la moralidad. Con una estructura diferente de los otros, rastrea sus bases biológicas más allá de nuestros parientes cercanos, en los mamíferos en general. Parte de las conductas de imitación corporal, presentes en la mayoría de los mamíferos con un mínimo de socialidad, como se observa, por ejemplo, y no es el único ejemplo que da, en el contagio del bostezo. Sigue con el contagio emocional, también presente en la mayoría de mamíferos sociales. Luego trata lo que parece sufrimiento propio causado por el sufrimiento ajeno, describiendo experimentos con ratas. Nos dice que, al parecer, este sufrimiento es egoísta, ya que no parece implicar que el sujeto se ponga en el lugar del otro, sino más bien que anticipa su propio sufrimiento. Pero sí puede implicar conductas dirigidas a la evitación del sufrimiento del otro para eliminar el propio. A continuación, trata de la empatía, que requiere la distinción entre el sujeto y los demás y en sus niveles más altos precisa de lo que se suele llamar teoría de la mente, la capacidad de saber que el otro está en una situación distinta de la propia, en cuanto a información y emociones. Esta capacidad la tienen los gorilas, los chimpancés, los bonobos y, al parecer, también los elefantes y los delfines. La empatía puede llevar a la consolación y, en los casos más complejos, al apoyo orientado, consistente en la realización de acciones dirigidas a que el prójimo salga de sus dificultades.

A diferencia de algunos otros biólogos, de Waal está convencido de que existen en el reino animal acciones verdaderamente altruistas, acciones costosas e incluso arriesgadas para el sujeto en beneficio de otros. Sin salirse de la ortodoxia, considera que este tipo de conductas tienen su origen en el altruismo recíproco, consistente en la realización de acciones en beneficio de otros que posteriormente pueden redundar a la recíproca. Esto, en humanos, se podría denominar egoísmo inteligente. Pero de Waal, basándose en un principio que se remonta a Darwin, considera que un órgano o una conducta surgidos por unas razones pueden llegar a cubrir funciones nuevas distintas de aquellas para las cuales surgieron. Así, la empatía puede haber surgido en beneficio mutuo de los miembros del grupo, pero una vez surgida evolutivamente, existe la posibilidad de que se amplíe a toda la especie e incluso a individuos de otras especies. Así, por ejemplo, nos cuenta de una hembra bonobo que recogió un pájaro aturdido por haber chocado contra una ventana. Lo alzó cogido por las puntas de las alas e intentó hacerlo volar. Al no conseguirlo, subió con él a lo alto de la estructura montada en la colonia y lo volvió a intentar, consiguiendo que el pájaro se fuese volando

De la empatía y el altruismo, el primatólogo pasa suavemente a la moralidad7 Para él, este rasgo nuestro, como la empatía y el altruismo, tiene una fuerte base emocional, en lo que discrepa de muchos filósofos que le buscan un fundamento racional. Como prueba a su favor, exhibe dos experimentos con sujetos humanos. En uno, se presentaba a los sujetos el caso de una pareja de hermano y hermana que mantenían relaciones incestuosas, relaciones que todos los sometidos al experimento consideraban altamente inmorales. Entonces, se les pedía que justificasen su opinión y se les discutían esas justificaciones. La justificación a la que, progresivamente, en reacción a la discusión, llegaban era que de esas relaciones nacerían niños con taras gravísimas. Entonces, se les decía que la pareja usaba siempre medios anticonceptivos eficaces, con lo que la última justificación perdía todo su peso. A pesar de quedarse sin poder justificar su opinión, seguían manteniéndola incólume.

En el segundo experimento, se observaba la actividad cerebral de los sujetos mientras resolvían el siguiente dilema moral: estaban al volante de un tranvía sin frenos que iba a toda velocidad hacia una bifurcación. En una rama de la bifurcación había sobre la vía un grupo de cinco operarios y en la otra, uno sólo. Ellos sólo podían hacer que el tranvía pasase por una u otra de las dos ramas de la bifurcación. Todos decidían hacer pasar el tranvía por la vía en que sólo había un obrero, con el resultado de que moría una persona pero se salvaban cinco. Hecha esta parte, venía la segunda. Ahora se les sometía a un dilema lógicamente equivalente, pero emocionalmente muy distinto. Estaban en un puente sobre la vía del tranvía sin frenos, pero ahora sin bifurcación y sobre la vía, un trecho delante del tranvía, estaban los cinco operarios. Al lado del sujeto había una persona corpulenta a la que podían empujar para que cayera delante del tranvía, frenándolo e impidiendo que atropellara a los cinco operarios. Al presentarse la situación así, la mayoría de los sujetos del experimento decidieron no intervenir, aunque el resultado de la intervención era el mismo que antes: una persona muerta y cinco salvadas,

Recuérdese que, mientras se realizaban las pruebas, se exploraba la actividad cerebral de los sujetos. Pues bien, mientras que en el primer experimento se activaban las zonas cerebrales relacionadas con la resolución de problemas lógicos y matemáticos, en el segundo, las zonas activas eran las relacionadas con las emociones.

Para de Waal, la moralidad proviene de tendencias sociales en animales con cerebro desarrollado, tendencias que producen impulsos cooperativos e inhibiciones contra los actos que podrían perjudicar a los individuos del grupo al que pertenecen y de quienes dependen. El rudimento dela moralidad está ya en la empatía, que se activa por la presencia, las maneras, la voz... de los otros, más que por ninguna evaluación racional. Los antropoides, y no sólo ellos, presentan un alto nivel de empatía. En nosotros, admite de Waal, juega un gran papel el deseo de que los demás aprueben nuestra conducta, pero sospecha que es un papel secundario que no tiene nada que hacer si falla la empatía, como nos muestra el caso de las personalidades psicopáticas.

Relacionado con la moralidad está el tema de la retribución. Nos describe, entre otras, la siguiente observación en la colonia de chimpancés de Arnhem: un día, cuando el cuidador, como se hacía habitualmente, llamó al grupo para que entrara en el recinto donde pasaban las noches, dos hembras adolescentes no entraron en él. La costumbre era que no se daba la cena a los chimpancés hasta que no estaban todos dentro. Las dos chicas tardaron varias horas a entrar al recinto nocturno, con lo que la cena sufrió un gran retraso. Se tuvo la precaución de meterlas en una jaula donde no podía haber contacto con los demás miembros de la colonia, pero a la salida al terreno donde pasaban el día, el resto de la colonia las persiguió y les dio una paliza considerable.

Esto se puede llamar venganza o retribución negativa, para el caso es lo mismo. También suelen tener retribución las acciones positivas. En el reparto de la caza es frecuente que la generosidad reporte generosidad por parte de los demás. Los sujetos generosos suelen recibir una buena parte aunque no hayan participado en esa cacería en concreto. La retribución, tanto positiva como negativa, puede no ser inmediata y adopta formas variadas: apoyo político en las luchas por la dominancia, protección, acicalamiento, sexo y muchas otras formas. Requiere de ellos una memoria coloreada por emociones. Si fueran humanos y nos refiriésemos sólo a la reciprocidad para lo positivo, llamaríamos a esto gratitud. Y esta gratitud no es igual en todas sus relaciones: entre parientes y amigos, da la impresión de que no se llevan cuentas, como si formara parte del vínculo, mientras que entre individuos más alejados se puede observar una relación directa entre lo que se da y lo que se recibe.

Hay más. Esa gratitud puede tener prioridad sobre los intereses inmediatos. El primatólogo Wolfgang Köhler acertó a pasar en una ocasión en que caía un aguacero por el recinto al aire libre donde vivían los chimpancés que estudiaba. Dos de ellos se habían quedado a la intemperie por habérseles cerrado la puerta del refugio, y estaban empapados y tiritando. Cuando Köhler les abrió la puerta del refugio, en vez de entrar en seguida, la reacción de los chimpancés fue la de perder un largo rato abrazándolo.

La función original de loa gratitud debe de ser ayudar a quien nos ha ayudado antes para que en el futuro nos siga ayudando, pero, de acuerdo con el principio evolutivo de que he hablado antes, una vez fijadas, la gratitud y la venganza pueden extenderse a individuos que no podemos esperar que interaccionen con nosotros en el futuro. Respecto a la venganza, según de Waal, conocemos tan bien el mecanismo que podemos llegar a proponer nosotros mismos la venganza (...), contemplando la aceptación del castigo como la única manera de restaurar la paz,

Otro ingrediente de la moralidad es lo que podríamos llamar sentido de la justicia. De Waal encuentra rudimentos de este sentido incluso en monos no antropoides, como los capuchinos, que también ha estudiado a fondo. Experimentos con estos monos, en los que, a cambio de realizar una tarea, se les daba comida, lo ponen de manifiesto. Mientras un mono realizaba la tarea, otro lo veía. Luego, los papeles se invertían. En todos los casos, a cambio de la realización de la tarea, al mono que la realizaba se le daban rodajas de pepino, que les gustan bastante. Después de varias repeticiones, en una de ellas, a uno de los dos monos, en vez de pepino se le daban uvas, que les gustan mucho más, mientras que al otro, por lo mismo, se le seguía dando pepino. Y aquí venía lo interesante: el mono con peor fortuna cogía una terrible rabieta y ya no había manera de que se pudiese volver a prestar al experimento. Esto parece que no pasaba si la comida se daba a cambio de nada. Podríamos llamar a esto envidia, no importa el nombre que le demos, pero tiene un cierto parecido con experimentos hechos con humanos en que éstos tienen un comportamiento “irracional” para los economistas que consideran que nos guiamos por la idea de que algo es siempre mejor que nada.

Hay otra observación interesante en relación con los orígenes del sentido de la justicia y su existencia, al menos rudimentaria, en primates no humanos. Una psicóloga conocida del autor se hizo cargo, `para un estudio que pretendía realizar, de una bonobo de una colonia. La psicóloga atendía personalment a la hembra, llamada Panbanisha, a diferencia de lo que sucedía con el resto de la colonia, que siguió atendido por los científicos y cuidadores habituales. Panbanisha, desde ese momento, podríamos decir que vivía a cuerpo de rey, con un menú mucho más apetitoso que el del resto de la colonia, con la particularidad que Panbanisha y los otros se podían ver. Una vez, Panbanisha pidió zumo, pero cuando se lo llevaron, en vez de aceptarlo, hizo un gesto con el brazo hacia sus compañeros y vocalizó en dirección a ellos. Sus compañeros respondieron a la llamada y se sentaron junto a la jaula donde estaba ella, esperando, al parecer, sus zumos. Todo daba la impresión de que Panbanisha intentaba que los otros también tuvieran sus zumos. Es sólo una anécdota, pero indica una posible investigación. De Waal señala que, si más observaciones confirmaran lo que esta anécdota indica, tendríamos que pensar que el sentido de la justicia de nuestros parientes va incluso más allá de la envidia de los capuchinos. Pero es prudente y propone que, caso de confirmarse esa conjetura, aún podría hablarse más de aversión al resentimiento ajeno que de otras emociones más positivas. Sin embargo, sobre esa base evolutiva podría muy bien haber surgido la percepción de la desigualdad como algo no deseable en general.

De Waal reflexiona sobre nuestra moralidad, sobre cómo puede extenderse más allá de las relaciones interpersonales e intragrupales y sobre lo paradójico de su origen en los conflictos intergrupales. Todo parece apuntar a que la moralidad ha surgido ligada al grupo propio en competencia con los grupos ajenos. Si algo puede sacarnos de ese atolladero es la capacidad empática tan desarrollada, que nos permite identificarnos incluso con las gentes de los grupos más ajenos.

Mi opinión es que estos dos libros constituyen una contribución muy valiosa a una concepción de la naturaleza humana no reñida con la ciencia y mucho más realista que, por una parte, una tabula rasa insostenible–y que ha tenido que ver, paradójicamente, con experimentos de ingeniería social por parte de gente considerada progresista que han tenido resultados indeciblemente costosos en vidas y sufrimientos- y, por otra, la concepción que algunos difunden basándose en una percepción sesgada, no sólo de nuestra especie, sino también de todo el reino animal, que sólo ve en ellas competencia, egoísmo y agresión. De Waal, para definirnos, usa la imagen de la cabeza de Jano, el dios romano que tenía dos caras que miraban en sentidos opuestos: sí, hay en nosotros egoísmo, competencia y agresión, pero también hay altruismo, cooperación y amabilidad. No un tipo de tendencias o el otro, sino que ambos están en nosotros y ambos hunden sus raíces en nuestra naturaleza biológica. Cada sociedad, en cada época, alcanza un equilibrio entre ellos y a cada sociedad le corresponde hacer lo necesario para alcanzar y mantener el mejor de esos equilibrios, pero nunca desaparece ninguna de las dos tendencias.


1 El término es inadecuado e injusto con Darwin, quien sostenía unas ideas sociales muy diferentes. El inspirador de esta concepción fue Herbert Spencer, que, además, era más bien lamarckista que darwinista.

2 Edward O. Wilson. Sociobiology. The New Synhtesis. Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 1975 (Hay traducción española: Sociobiología. La nueva síntesis. Omega, Barcelona, 1980). Se trata de un voluminoso libro técnico, cuyo autor, un experto entomólogo, enfocando la evolución de las conductas sociales de los animales desde el punto de vista de lo que sucede en ella con los genes, propone diversas hipótesis, bastantes de las cuales se han confirmado, otras han sido refutadas y otras están pendientes de encontrar métodos basados en complejas medidas indirectas para poder ser puestas a prueba. Lo sorprendente de un libro tan especializado fue su inmediato gran éxito de ventas. El secreto de ello es su último capítulo, dedicado a nuestra especie, basado en unos conocimientos empíricos de lo más pobres. Por ejemplo, considera universales de conducta humana una serie de rasgos que los conocimientos acumulados por la antropología, especialmente en la etnografía, dicen claramente que distan de ser tales, incluso si el estudio se limita a las sociedades occidentales, pero se enfoca a las conductas reales de la gente y no al pensamiento o al discurso general sobre esas conductas. En definitiva, ese último capítulo, responsable de su éxito comercial, está a años luz del rigor del resto del libro.

3 Steven Pinker. La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Paidós, Barcelona, 2009.

4 Se habla de homología cuando un rasgo compartido por especies distintas tiene la misma estructura y un origen en un antepasado común. Se habla de analogía cuando el origen del rasgo compartido es independiente en ambas especies y, generalmente, se basa en estructuras distintas.

5 Creo que la xenofobia, por más que nos duela, es una tendencia que tenemos, aunque generalmente no se manifiesta como agresión, sino como un cierto recelo inicial ante gente que percibimos como muy distinta a nosotros.

6 Yo no hablaría tan concretamente de tratos comerciales, sino de intercambio de bienes y servicios en general, de los cuales el comercio sólo es una forma particular. A propósito de la conducta delos bonobos en los encuentros intergrupales, resulta muy instructivo leer ciertas descripciones antropológicas de contactos entre grupos humanos de tecnología sencilla, en los que la tensión inicial se diluye mediante regalos y, también, relaciones sexuales. Algunas descripciones así aparecen en David Graeber. En deuda. Una historia alternativa de la economía. Ariel, Barcelona, 2012.

7 Quien esté interesado en este tema, puede leer también Camilo J. Cela Conde. De genes, dioses y tiranos. La determinación biológica de la moral. Alianza, Madrid, 1985. Postula un origen biológico de la moralidad, pero de una manera, digamos, más teórica y con menos pruebas empíricas.

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