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Cuando la gente de cierta edad íbamos a la escuela, se nos enseñaba que había dos grupos fundamentales de seres vivos o Reinos: las plantas y los animales. Las primeras eran sedentarias y tenían clorofila que les servía para captar la energía de la luz solar y utilizarla para fabricar su alimento, mientras que los segundos se desplazaban y tenían que alimentarse comiendo plantas u otros animales. Todo ser vivo, desde los unicelulares paramecios y diatomeas hasta los robles y los elefantes, pertenecía claramente a uno de esos dos Reinos. Luego, algunos se enteraban de que había animales sedentarios, como los corales o las hidras y plantas que se desplazaban, como algunas algas unicelulares. Bueno, no había problema, suprimían el criterio del desplazamiento y se quedaban con el de la obtención del alimento. Unos pocos más afortunados se enteraban de que organismos como los níscalos o las amanitas (no me refiero a la seta, que sólo es el cuerpo reproductor, sino a la seta y a los filamentos que la alimentan) que habíamos creído que eran plantas no tenían clorofila y no fabricaban su alimento, sino que lo obtenían digiriendo materia orgánica fuera del cuerpo y absorbiendo el líquido resultante. Bien, se nos decía, hay un tercer Reino, el de los hongos, que no son ni animales ni plantas.

Otros pocos, los que estudiaban una carrera de ciencias en la Universidad o tenían mucha curiosidad por las ciencias, se enteraban de que había organismos unicelulares que tenían clorofila en determinadas circunstancias y se alimentaban de otros seres vivos en otras. Es decir, que con el criterio antiguo eran a la vez animales y plantas (de hecho se estudiaban tanto en Botánica como en Zoología) y además estaban emparentados evolutivamente con otros organismos que sí que entraban claramente en los criterios antiguos. ¿Qué hacer con ellos? Pues nada, sino excluirlos de los animales, de las plantas y de los hongos y crearles un nuevo Reino. Pero pronto aparecían otros seres mucho más diminutos y de estructura celular mucho más sencilla que vivían y se comportaban de forma mucho más diferente: las bacterias. Pues un nuevo Reino.

Y esto es lo que llegó a las escuelas en los años ochenta. Los seres vivos se clasificaban en cinco Reinos: Plantas, Animales, Hongos, Protistas y Móneras. Los Protistas eran organismos unicelulares constituidos por una célula típica, que al microscopio óptico presentaba su núcleo conteniendo los cromosomas, su citoplasma en que con grandes aumentos podían vislumbrarse las mitocondrias o centrales energéticas, y su membrana. Los Móneras eran las bacterias, cuya estructura interna, con un único cromosoma constituido por una doble hebra circular de ADN no aislada del resto del contenido celular, sólo puede verse al microscopio electrónico.

Esta clasificación era incoherente, en cuanto que la estructura celular de Animales, Plantas, Hongos y Protistas es la misma y muy distinta de la de los Móneras. Por lo tanto, había una división más fundamental que la de los Reinos. Se trataba de la división entre los cuatro primeros Reinos, que constituyen el grupo de los Eucariotas (verdadero núcleo), por el nombre que se da al tipo de células que los constituyen, y los Mónera, cuya célula se llama Procariota (antes del núcleo). Las diferencias no se reducen a la estructura celular, con o sin núcleo, con o sin mitocondrias, con varios cromosomas de ADN asociado a proteínas o con cromosoma único de ADN desnudo, sino que afectan también a unas nanomáquinas llamadas ribosomas. Se trata de las plantas de ensamblaje de los aminoácidos para construir proteínas recorriendo la fibra de ARNm de tres en tres bases (cada triplete equivale a un aminoácido) para seguir las instrucciones procedentes del ADN. Estas nanomáquinas están constituidas por unos cortos segmentos de ARN, llamados ARN ribosómico, y una serie de proteínas que se le asocian. Tanto los ARNr como las proteínas se construyen siguiendo las instrucciones de determinados segmentos de ADN, es decir de determinados genes.

Microbiólogos y biólogos moleculares observaron pronto que los ribosomas de las bacterias eran distintos de los de los Eucariotas: más pequeños y determinados por genes distintos (por cierto que los ribosomas de las mitocondrias y de los cloroplastos son más parecidos a los de las bacterias que a los de las células de las que forman parte, una de las pruebas que aportó Lynn Margulis a favor de su teoría del origen simbiótico de la célula eucariota).

Y, puestos a examinar ribosomas (o, más bien genes de ribosomas, mediante sondas de ADN, es decir, cortos fragmentos de ADN de una sola fibra que se unen cuando encuentran una fibra complementaria), observaron que había toda una serie de bacterias (o lo que parecían bacterias), moradoras de lugares con condiciones extremas de frío, calor o presión, cuyos ribosomas eran tanto distintos de los de los eucariotas (lo cual no era ninguna novedad) como de los de las verdaderas bacterias (lo cual era un descubrimiento fenomenal). Por lo tanto, se creó un nuevo Reino, el de las Arqueobacterias o Arqueas. El nombre viene de la suposición de que, dado que los ambientes en el inicio de la vida debían ser extremos, estas formas de vida debían de ser una reliquia de aquellos primeros tiempos.

A estas alturas, y dado que se sigue llamando Reinos a los grupos de los animales, las plantas, los hongos y los protistas, cuya semejanza fundamental en estructura celular pesa más que sus diferencias cuando los comparamos con las bacterias y las arqueobacterias, teniendo en consideración que la división entre esos primeros grupos se hace con un criterio ecológico y no estructural y que cada uno de ellos puede ser polifilético (es decir con miembros de orígenes evolutivos diversos) en lugar de monofiléticos (con un origen evolutivo único), habría que crear un nuevo nombre para la categoría clasificatoria que separa a los seres vivos en Eucariotas, Bacterias y Arqueobacterias. Pero la costumbre pesa mucho y, que yo sepa, no se ha acordado ningún nombre para esa categoría. Yo la llamo Grupo Fundamental.

Pero la cosa no se acaba ahí. Hoy, 2 de mayo de 2002, Nature publica un gran descubrimiento que afecta a esta clasificación. Karl Stetter, del Instituto Max Plank estudiaba los microorganismos de las profundidades marinas al norte de Islandia. Dado que es una zona volcánica, en algunos lugares el agua alcanza temperaturas cercanas, e incluso superiores, al punto de ebullición (no, el agua no hierve allí, porque la presión es muy alta). Encontró un organismo desconocido, Ignicoccus fue el nombre que le puso. Nada revolucionario, se trata de una arqueobacteria. Pero al observarla al microscopio descubrió que pegados a ella había unos microorganismos mucho más pequeños (0,4 micrómetros de diámetro, en vez de los 5-10 de las bacterias y las arqueobacterias). Cuando probó diversas sondas de ADN para comparar sus ribosomas, encontró que eran distintos de los de los eucariotas y de las bacterias. Hasta ahí, nada sorprendente, al fin y al cabo, vivía en un ambiente extremo, por lo que tenía que ser una arqueobacteria inusualmente pequeña. Pero sus ribosomas tampoco son como los de las arqueobacterias, aunque se parecen algo más a los de éstas que a los otros.

De modo que Stetter ha descubierto un nuevo Grupo Fundamental, al que ha llamado Nanoarquea, naturalmente, por su pequeñez. El microorganismo ha sido bautizado como Nanoarchaeum equitans. La segunda parte del nombre específico alude a que cabalga sobre Ignicoccus. Además de sus ribosomas diferentes, otra característica importante de Nanoarchaeum es su poca información genética. A diferencia de los eucariotas, que tenemos del orden de las decenas de miles de genes, y de bacterias y arqueobacterias, que tienen del orden de mil, esta forma de vida recién descubierta tiene del orden del centenar de genes, tal vez la mínima cantidad para ser viable.

Por ello Stetter considera que sea esta forma y no las arqueobacterias la reliquia de los primeros tiempos. También conjetura que tal vez las bacterias y las arqueobacterias aparecieron por asociación de nanoarqueas, a la manera como Lynn Margulis explica la aparición de la célula eucariótica por asociación de microorganismos del tipo de las bacterias. Hasta aquí, me parece muy razonable, aunque habría que buscar, como hizo Margulis, las pistas de esa antigua asociación. Pero, preguntado por los periodistas (naturalmente, periodistas con unos mínimos conocimientos científicos) sobre si la célula eucariota también apareció por asociación de nanoarqueas, Stetter parece que ha contestado afirmativamente. Aquí, si es que ha dicho lo que dicen los periodistas, me parece que habla sin ninguna prueba y contra la teoría del origen bacteriano propuesta por Margulis y ampliamente aceptada (por las pruebas que presentó, no por su poder de persuasión). Tal vez lo que Stetter haya querido decir es que, en última instancia, procedemos de la asociación que defiende: primero las nanoarqueas se asociarían constituyendo bacterias y arqueobacterias y luego algunas bacterias se asociarían constituyendo la célula eucariota. Pero, claro, eso no es material noticiable.

© Julio Loras Zaera
Profesor Francho de Fortanete

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