La última semana de noviembre del año pasado saltó a los medios de comunicación la noticia de que un genetista chino, sin la autorización ni el conocimiento de las autoridades científicas ni de su universidad, había conseguido la modificación genética de dos gemelas para hacerlas inmunes al VIH y que había implantado otro embrión modificado de la misma manera. El genetista no ha publicado su supuesto logro en ninguna revista científica y creerle o no depende de la disposición de cada cual.

En sí mismo, el logro no es ningún hito científico ni técnico, puesto que ya se han hecho muchos experimentos exitosos de modificación de roedores con la misma técnica. Pero el hecho de que los organismos modificados sean humanos plantea numerosas cuestiones de enorme importancia y de carácter moral. No voy aquí a plantear esas cuestiones en abstracto, como han hecho muchos medios, de manera que coinciden en sus reflexiones con lo más granado y retrógrado de ciertas religiones. Sólo un periodista científico de un diario catalán, La Vanguardia (https://www.lavanguardia.com/ciencia/20181129/453227340043/edicion-genes-adn-embriones-humanos-he-jiankui-china.html), ha planteado el asunto en términos concretos teniendo en cuenta las posibilidades y limitaciones de la ciencia y de la técnica, como hacen los mejores especialistas en bioética, que no se oponen a la modificación genética de humanos por principios, sino por la insuficiente experimentación en animales y los problemas que se están encontrando en ella.

La crítica al supuesto experimento que no he encontrado en los otros medios se centra en la técnica de edición genética utilizada, la llamada CRISPR/Cas9, que expliqué en otro artículo hace tiempo.

En esta técnica, se empieza construyendo un ARN complementario a una parte del gen a editar. Se une este ARN a un complejo proteínico, Cas9, con actividad endonucleasa (enzimas que cortan el ADN). El ARN hace de lazarillo a Cas9, llevándolo a la zona donde este cortará el gen. Hecho el corte, se puede insertar el segmento de ADN deseado de manera indirecta, proporcionando un “molde” para que lo copie la maquinaria de reparación de la célula.

Pero después de un cierto tiempo de experimentación, han aparecido diversos problemas importantes, que van desde la alteración de muchos genes que no constituían la diana (principalmente, debido a que hay muchas secuencias repetidas en el genoma; el problema se agrava con la utilización de secuencias cortas de ARN guía: cuanto más corta sea la secuencia, más probabilidades se dan de que haya múltiples copias de la misma) hasta la imprecisión de los mecanismos de reparación del ADN (la reparación correcta solo ocurre en un máximo de cinco de cada cien intentos; en el otro 95 por ciento la reparación es errónea y en muchos casos, deletérea). Esto significa una gran probabilidad de acumulación de mutaciones deletéreas o la inactivación del gen editado. Alteraciones que afectarán, además de a los individuos receptores de la intervención, a su descendencia.

Otra cuestión, que no depende de la técnica, es que el supuesto experimento del genetista chino tiene la finalidad de dotar con una nueva cualidad a los individuos modificados, no la de corregir un problema genético. Es decir, es una modificación con finalidades de mejora, mejora que no será accesible a la inmensa mayoría.

Esto, que son peligros muy concretos, es lo que a mí me hace oponerme, hoy por hoy, a los experimentos con embriones humanos: abocar a los individuos que serán a enfermedades y sufrimientos no por inesperados menos reales. Si la técnica alcanza madurez suficiente para evitar estos problemas y se utiliza para corregir la salud de individuos concretos, estoy a favor. Pero eso aún está muy lejos. Nada que ver, sin embargo, con abstracciones etéreas como la sagrada intangibilidad de la esencia o la naturaleza humanas.

Enero de 2019


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