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Julio Loras Zaera

El pasado 27 de febrero, La Vanguardia publicaba una crónica de las elecciones italianas con la entradilla Contra la comunidad científica, la Liga Norte y el Movimiento 5 Estrellas prometen acabar con la obligatoriedad de la inmunización y el titular Los populistas agitan a los antivacunas. La corresponsal en Roma empezaba diciendo que los índices de vacunación en Italia descendieron en 2013 del 90 % al 85 % en algunas vacunas y que Italia sufrió el año pasado el segundo peor brote de sarampión en Europa, por detrás de Rumanía, con más de 8000 casos, representando la cuarta parte de los afectados en el continente. Por la crónica nos enteramos de que en Italia existe un importante movimiento antivacunas. El movimiento italiano no dice oponerse a la vacunación, sino que pretende la libre decisión de los padres sobre la inmunización, que en Italia, a diferencia de nuestro país, es obligatoria.

Excepto en los que se dan en países como Afganistán o Pakistán, donde se apela a motivos religiosos, los movimientos antivacunas, que mayoritariamente se dan en países avanzados, recurren a motivos ideológicos y aparentemente científicos. Veamos los principales.

Para empezar, los movimientos antivacunas afirman que las vacunas producen efectos secundarios peores que las enfermedades contra las que se dice que protegen.

En segundo lugar, dicen que contienen sustancias tóxicas, como mercurio o formaldehido.

También aducen que no son efectivas y que la reducción de la incidencia de las enfermedades contra las que se dice que inmunizan se debe a mejores condiciones higiénicas y sanitarias.

Los antivacunas dicen que dado que muchas de las enfermedades contra las que inmunizan las vacunas están prácticamente erradicadas en nuestros países, la vacunación ha dejado de ser necesaria.

El argumento más popularizado es el de que las vacunas provocan autismo. El argumento se hizo popular tras la publicación en The Lancet de un artículo cuyo primer firmante era el doctor Wakefield, en el que se informaba sobre su investigación con doce niños vacunados con la triple vírica, una vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola. La mayoría fueron diagnosticados de autismo y de un trastorno intestinal.

Como última línea de defensa, los antivacunas acuden al derecho a la libertad de vacunarse o no hacerlo. En España, donde la vacunación no es obligatoria salvo en caso de epidemia, todos los pediatras informan de las vacunas y recomiendan la vacunación de todos los niños y en las escuelas se pide el carnet de vacunación y los antivacunas se quejan de acoso y de coerción. Por cierto, esa libertad para decidir sobre vacunarse o no no afecta a los niños, siendo los progenitores los que deciden.

Los pioneros de la vacunación

Los inventores de la vacunación fueron Edward Jenner, Louis Pasteur y Jaume Ferran, este último, nacido cerca de donde yo vivo y médico en mi ciudad. A finales del siglo XVIII, la viruela era una enfermedad epidémica que producía numerosas muertes. En Inglaterra, se solía enfrentar inoculando materia de las pústulas de quienes la habían contraído, con resultados desastrosos. Jenner observó que las ordeñadoras en contacto con las ubres de las vacas que padecían una enfermedad parecida sufrían una enfermedad benigna, pero no contraían la viruela. Se le ocurrió inocular materia de sus pústulas a un niño de siete u ocho años. Luego, le inoculó materia procedente de pústulas de viruela humana y el niño estuvo ligeramente enfermo un par de días. Meses más tarde, le volvió a inocular la viruela humana y el niño no mostró ningún síntoma de enfermedad: estaba inmunizado, como lo estaban las ordeñadoras. Con este experimento, que hoy sería tachado –con razón- de inmoral, Jenner demostró que se podía inmunizar a las personas contra enfermedades inoculándoles la causa de la enfermedad atenuada. Al procedimiento se le llamó vacuna, por la viruela de las vacas. Pese a su éxito, fue duramente descalificado por las academias médicas, que al cabo de un tiempo admitieron que su método funcionaba, y por el clero, que lo calificaba de anticristiano y demoníaco, por atreverse a contradecir los planes de la divinidad.

En 1880, Pasteur, que ya a desde muy joven, sin ser médico –era químico-, había hecho grandes contribuciones a la medicina, entre ellas su teoría microbiana de la enfermedad, experimentaba sobre el cólera aviar inoculando la bacteria responsable en pollos. Su ayudante hacía las inoculaciones y él estudiaba el desarrollo de la enfermedad. Una vez, él y su ayudante se iban de vacaciones y el ayudante olvidó inocular a los pollos. Al volver de las vacaciones, los pollos no estaban infectados y el cultivo de la bacteria estaba intacto. De todos modos, inocularon a los animales. Los pollos presentaron algunos síntomas leves y no murieron. Más adelante, volvieron a realizar las inoculaciones a los mismos pollos, sin que esta vez mostraran ningún síntoma. A Pasteur le vino una idea a la mente: las bacterias se habían debilitado y no podían producir la enfermedad letal, pero inmunizaban a los animales. Estaba al tanto del hallazgo de Jenner y se dedicó a encontrar vacunas contra otras enfermedades del ganado, vacunas que fueron muy eficaces y ahorraron muchas pérdidas a los ganaderos. El procedimiento para obtener sus vacunas era la atenuación de los gérmenes causantes haciéndolos pasar por otras especies o secando los tejidos enfermos.

En sus estudios sobre la rabia, Pasteur inoculaba tejido nervioso desecado de conejos con la enfermedad a perros. En 1885, cuando sus experimentos sobre la rabia hacía poco que había empezado, le llevaron a un niño mordido por un perro rabioso, lo cual en la época era anuncio de muerte. Pasteur no dudó en inocularle lo que inoculaba a los perros, salvando al niño.

Jaume Ferran, médico catalán, desde que empezó sus estudios estaba muy interesado en la bacteriología y en los estudios de Pasteur. En 1884, habiendo una epidemia de cólera en Marsella, el ayuntamiento de Barcelona lo comisionó para informar de ella. Volvió de Marsella con cinco frasquitos de cultivo de la bacteria causante, pero en la frontera se los requisaron porque el gobierno había dado la orden de que no pasar el microbio a España. Pero Ferran consiguió pasar un frasco escondido en el calcetín. Una vez en Barcelona, siguiendo los métodos de Pasteur, produjo una vacuna que probó en sí mismo y en su familia. En 1885, el cólera empezó a hacer estragos en Valencia. Ferran, llamado por un médico valenciano, acudió con unas 30.000 dosis de la vacuna contra el cólera. Las autoridades, azuzadas además por médicos –entre los cuales, ¡ay!, estaba Santiago Ramón y Cajal-, le prohibieron seguir con las vacunaciones. Las víctimas se multiplicaron en Valencia y en España, pero de los vacunados por Ferran sólo murieron 54 (de unos 20.000). Más adelante, Ferran desarrolló una vacuna contra la tuberculosis en 1919, después de crear una antirrábica y otra antitífica.

Qué hacen las vacunas

Las vacunas se sirven del sistema inmunológico. Éste, que es muy complejo, posee varios tipos de células llamadas células presentadoras de antígenos (CPA o APC en inglés) que se introducen los organismos extraños y sacan a la superficie celular partes de éstos, los antígenos, unidas a unas proteínas de un complejo conocido como complejo mayor de histocompatibilidad de tipo II. Hay además otras células, llamadas linfocitos T, que reconocen el complejo, si tienen en su superficie una proteína específica para el antígeno, proteína llamada anticuerpo (hay millones de linfocitos T con millones de anticuerpos diferentes). Entonces, los linfocitos T pueden estimular la proliferación de linfocitos del mismo tipo, específico del antígeno, que atacarán al cuerpo extraño: la producción de otros tipos de células inmunitarias que lo pueden fagocitar, llamadas macrófagos, y de linfocitos T citotóxicos, que atacan a las células infectadas, si el germen actúa dentro de ellas; y la proliferación de otros linfocitos llamados linfocitos B que segregan el mismo anticuerpo inmovilizando al germen invasor, que resulta después fagocitado. Unos linfocitos fundamentales para la vacunación son los linfocitos de memoria, que tienen larga vida, a veces igual a la vida del individuo y que son los que hacen efectivas las vacunas. Cuando se inocula una vacuna se ponen en marcha todos estos procesos y las células de memoria protegerán al individuo de la enfermedad si se inicia otra infección de la misma.

Naturalmente, las vacunas no funcionarían si lo que se inoculase fuese el microorganismo patógeno tal como se encuentra en la naturaleza. En vez de ello, unas vacunas inoculan el germen muerto (su superficie conserva los antígenos que han de reconocer los linfocitos), el germen vivo pero atenuado (después de pasar por especies diferentes o de un tratamiento químico o físico) o sólo partes del mismo. De esta manera se evita que el patógeno provoque la enfermedad y no dé tiempo a actuar al sistema inmunológico. Los gérmenes muertos o atenuados o sus partes no producen la enfermedad, pero estimulan los procesos resumidos en el párrafo anterior, ya que presentan los antígenos igual que los gérmenes vivos.

Evaluación de la vacunación

La vacunación ha reportado grandes beneficios a la salud individual y a la salud pública. Gracias a ella, por ejemplo, se ha erradicado la viruela, que en su tiempo atacaba a mucha gente, de la cual morían una de cada cuatro personas. La polio, que incapacitaba a muchos niños, ahora es residual, lo mismo que el sarampión, y la vacuna ha hecho retroceder sensiblemente la hepatitis B. La sífilis también está casi erradicada...

Hay quienes dicen, principalmente los antivacunas, que dado que esas enfermedades están controladas (lo que atribuyen indebidamente a la higiene y a los hábitos saludables), no es necesaria la vacunación. Grave error, del que más adelante hablaré más extensamente, como lo pone de manifiesto el caso sucedido en 2015 del niño de Olot que contrajo la difteria, estando a punto de morir, y que contagió a varias personas de su entorno. Sus padres se habían negado a vacunarlo.

Cuando nos ponen una vacuna, no nos ponen sólo la vacuna, sino que va acompañada de diversos excipientes: conservantes, coadyuvantes y antibióticos principalmente, para que la vacuna no se estropee entre la producción y la inoculación, para potenciar su efecto y para que no sea colonizada por microorganismos patógenos. Entre los conservantes, hay uno sobre el que ha recaído la ira de los movimientos antivacunas, el tiomersal, cuyo nombre químico es etilmercurio. Como el nombre indica, es un compuesto con mercurio, sustancia muy neurotóxica que en su combinación con metilo (metilercurio), si se acumula, ataca al sistema nervioso. Pero el etilmercurio es un compuesto radicalmente diferente del metilmercurio y su toxicidad depende de la acumulación de dosis grandes repetidas. La cantidad de etilmercurio que llevan algunas vacunas, según estudios epidemiológicos de la OMS, no es suficiente, ni de lejos, para producir esos efectos, máxime si se tiene en cuenta que no nos vacunamos cada día. No hay ningún estudio que demuestre su peligrosidad, a diferencia de la del metilmercurio.

Otro punto de ataque de los antivacunas son los efectos secundarios de las vacunas. Éstas pueden producir efectos no deseados, como cualquier medicación. Los de las vacunas pueden ir desde dolor leve e hinchazón en el punto donde se ha inoculado, pasando por fiebre, hasta anafilaxis o encefalopatía. Todos ellos son tratables, en general, con facilidad, excepto los últimos (aunque también son tratables). Pero éstos, los graves, se presentan con una frecuencia de sólo un caso por cada millón de dosis inoculadas. No tiene color la comparación con las enfermedades que evitan.

Respuesta a los argumentos de los antivacunas

Ya he rebatido arriba el supuesto argumento de los efectos secundarios. Ni siquiera hace falta comparar las decenas de vidas que se han llevado los efectos secundarios de las vacunas con los muchos millones de muertes que han evitado.

Del tiomersal ya he hablado más arriba. El formaldehido es cancerígeno, pero se utiliza en la producción de algunas vacunas sin que quede una concentración significativa en éstas cuando están a punto para la punción. Se han hecho diversos estudios sobre el asunto y en ninguno se han encontrado pruebas de peligrosidad en la cantidad que puede quedar en la vacuna. Esta cantidad, además, es muy inferior a la que presentan muchos productos cosméticos, champúes y similares de uso cotidiano.

Para poder afirmar que las vacunas no son efectivas, habría que demostrar que contrae las enfermedades correspondientes y que muere por ellas la misma proporción de personas ahora que antes de que se generalizara la vacunación. Lo cual es imposible, los números hablan muy claro. En cuanto a la mejor higiene y sanidad, donde hay movimientos fuertes antivacunas, enfermedades como el sarampión y otras se vuelven epidémicas, como pasa en los EEUU o ha pasado recientemente en Italia.

En cuanto a que no hace falta vacunar porque las enfermedades correspondientes tienen una incidencia residual (lo cual es efecto de la vacunación), los casos de EEUU e Italia, así como el caso del niño de Olot son una prueba evidente de la falacia del argumento. Además, no vacunar es ser del tipo gorrón: no vacuno a mis hijos porque los demás están vacunados y eso protege a mis niños, me aprovecho de ellos. También es insolidario, y vuelvo a mencionar el caso del niño de Olot: una persona no vacunada puede iniciar una epidemia.

El famoso estudio de Wakefield se demostró un fraude hecho por lucro personal. Once de los doce coautores se desentendieron de sus conclusiones y reconocieron que los exiguos doce sujetos del estudio no habían sido escogidos al azar, sino haciendo un llamamiento a padres de niños autistas y más concretamente, la mayoría, miembros de la misma asociación. Cuando planeó el estudio, Wakefield estaba ultimando lo que el llamaba vacunas alternativas que le iba a comprar una gran empresa y recibió dinero de un abogado que llevaba casos contra la vacunación. Fue expulsado, a consecuencia de ello, del Colegio de Médicos y no se le permite ejercer la medicina.

En cuanto a la libertad de vacunar o no, que en España está permitida (sólo se hacen recomendaciones sistemáticas por parte de los pediatra, lo que algunos antivacunas califican de “acoso y coacción”), no sólo hay razones de salud individual para aconsejar la vacunación, sino también de salud pública y de solidaridad social, como hemos visto. Por cierto, los padres que no vacunan ¿respetan la libertad de sus hijos para ello? Al fin y al cabo, se trata de la salud de sus hijos, no de la de ellos.

Abril de 2018

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Diseño: Julio Loras Zaera

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