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Julio Loras Zaera

En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, tras el consenso alcanzado en los años treinta y cuarenta, la teoría darwinista se fue esclerotizando y convirtiendo en una caricatura de la complejidad y pluralismo del pensamiento de Darwin –excepto en algunos de los más longevos promotores del consenso, como Dobzhansky o, especialmente, Mayr-.

La caricatura, no muy simplificada, podría describirse así: a través de incontables generaciones, las pequeñas mutaciones y sus recombinaciones en la reproducción sexual, y la posterior selección natural por el medio, modifican el acervo genético de las poblaciones convirtiéndolas en nuevas especies. El resultado es la adaptación exquisita de todos los detalles de estructura y comportamiento de los organismos. No hay lugar para la selección sexual, que se reinterpreta como selección natural (por ejemplo, la exhuberante cola del pavo real se considera como una señal de sus sobradas energías y, por lo tanto, de su aptitud) ni prácticamente para lo que Darwin llamó correlaciones del crecimiento (por ejemplo, los subdesarrollados cuartos traseros del panda se interpretan como adaptación a su modo de vida y no como consecuencia de su enorme cabeza). Y proliferan ingeniosas historias adaptativas sin otra base que la pura conjetura, historias que son cambiadas por otras igualmente ingeniosas igualmente carentes de base cuando las primeras son refutadas.

A principios de los años setenta, las aguas volvieron a agitarse, y aún siguen agitadas sin que esté claro cuándo surgirá un nuevo consenso y de qué tipo será. A continuación expongo algunos de los puntos calientes, a los que habría que añadir el equilibrio interrumpido y el papel de la cooperación en la evolución, que son tratados en otros artículos.

Selección y adaptación

Los críticos ponen en duda la unicidad de la selección natural como fuerza evolutiva y su papel en la macroevolución (la aparición de taxones superiores, como órdenes, clases y tipos). En el primer aspecto, los primeros que dieron el golpe fueron Gould y Lewontin –un paleontólogo y un genetista de poblaciones- con un artículo muy difundido en el que utilizaban la analogía de un edificio gótico para poner en evidencia la insuficiencia del adaptacionismo a ultranza. Los triángulos invertidos que en la cúpula de San Marcos están pintados con escenas religiosas no fueron diseñados expresamente con esa finalidad, sino que son consecuencia del hecho de cruzarse los arcos. Sería un craso error considerar que el arquitecto había pensado en las pinturas. Ése error, según los autores, es el que se comete cuando lo primero y lo único que se hace ante un rasgo conspicuo es buscarle una historia adaptativa. Pongamos el caso de la nariz humana. Es única entre los primates y se le han buscado muchas funciones a su forma. Sin embargo, es una simple consecuencia del agrandamiento y del redondeamiento del cráneo y de la reducción de la cara, como lo muestra una representación del cráneo humano y del de un simio con coordenadas cartesianas transformadas. Gould y Lewontin plantean que la biología evolutiva debe tener otros centros de interés además de la adaptación y la selección natural, no perdiendo de vista que hay muchos rasgos importantes que son consecuencia de otros.

En cuanto al papel de la selección natural en la macroevolución, uno de esos autores considera que la extrapolación de lo que los genetistas de poblaciones observan no es suficiente para explicar la aparición de grupos superiores, porque es, o demasiado lento para explicar la historia de la vida o demasiado rápido. Considera que la selección natural explica la adaptación progresiva de las poblaciones a medios cambiantes pero no las grandes transiciones. Y formula tentativamente un tipo de selección análoga de la selección natural, pero distinta de ella. Funcionaría así: las especiaciones suceden al azar, en el sentido de que no muestran direcciones preferentes y la selección funcionaría de modo que las especies que diesen lugar a más especies hijas serían seleccionadas, de modo análogo a como los individuos que dan más descendientes propagan su tipo a expensas de los demás.

Los programas de desarrollo

La biología evolutiva, en su parte principal, estudiaba los seres vivos en estado adulto, aunque algunos evolucionistas se tomaban interés en las relaciones entre la filogenia (los linajes evolutivos) y la ontogenia (el desarrollo de un organismo del huevo al adulto). Gould (si le cito tanto, es porque es el evolucionista no ortodoxo más conocido) publicó un libro en los años setenta en el que analizaba estas relaciones y concluía que había que estudiar la acción de los genes reguladores que controlan las etapas y los ritmos del desarrollo, porque la alteración de esas etapas y ritmos puede ser un factor evolutivo de primera importancia, que puede estar, por ejemplo, en el origen de nuestro tipo, los Cordados y en el de nuestra especie. En aquella época, la genética del desarrollo estaba haciendo sus primeros balbuceos. Su avance se aceleró enormemente en los años noventa y creo que puede empezar a dar respuestas a las peticiones de Gould, aunque la mayoría de sus estudiosos no parecen muy preocupados por la teoría evolutiva.

De nuevo el lamarckismo

El lamarckismo parecía definitivamente muerto después de Weissman. Pero Steele, un biólogo australiano, está intentando, con mucho tesón, revivirlo. Su primer experimento, en los años ochenta, que demostraba la herencia de un carácter adquirido, concretamente la tolerancia inmunológica en ratones, consistía en la transmisión hereditaria de algo por lo que había recibido el Nobel Peter Medawar. Éste había demostrado que si se inyectan células de un animal inmunológicamente incompatible a un embrión temprano, éste tolera el tejido intruso y de adulto puede recibir sin problema alguno trasplantes de tejido del primer animal. Steele hizo reproducir a esos animales tolerantes y observó que algunos de sus descendientes también lo eran.

Los experimentos de Steele despertaron un gran interés y varios equipos se dispusieron a repetirlos. Ninguno lo consiguió. Steele volvió a Australia y desde entonces está realizando insistentemente experimentos similares, sin que ya nadie intente repetirlos. Pero hay un pequeño grupo de biólogos iconoclastas que le da crédito y vocea sus supuestos éxitos.

Sólo hay un caso no darwiniano repetido y confirmado varias veces. Se trata de experimentos con bacterias doblemente mutantes incapaces de procesar un determinado compuesto. En todos los casos se ha conseguido que lo procesen, pese a la improbabilidad de la doble mutación inversa. Las explicaciones más satisfactorias, dentro de la novedad, consideran que de alguna forma la presencia del metabolito acelera enormemente la velocidad de mutación de alguna forma no conocida y que vale la pena estudiar.

El ultradarwinismo

Desde los años ochenta, hay un grupo de biólogos muy publicitados que han llevado el rígido darwinismo de los años cincuenta y sesenta a sus últimas consecuencias. Algunos son creadores de nuevos campos, como la sociobiología o la psicología y la ecología evolutivas, como Wilson, un entomólogo especializado en hormigas. Otros son eficaces divulgadores, como el zoólogo Dawkins.

Más que el darwinismo, lo que estos ultradarwinistas cultivan es la primera genética de poblaciones, que estudiaba los cambios en las frecuencias génicas. Son seleccionistas muy dogmáticos, aficionados al aparato matemático y tendentes a considerar los genes aislados, en vez del organismo en su conjunto, como unidades de selección.

Aunque algunas de sus explicaciones, como la que utiliza la selección de parentesco para dar cuenta de la evolución de la sociabilidad en las abejas, son acertadas, su reduccionismo al gen aislado me parece muy poco productivo.

© Julio Loras Zaera
Profesor Francho de Fortanete

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Diseño: Julio Loras Zaera

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