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Julio Loras Zaera

En varios artículos de esta página he insistido en que la evolución darwiniana actúa para el bien del individuo y no del grupo o de la especie, que sólo son resultados incidentales de la selección de los individuos más aptos. También he hablado de que el altruismo biológico (el sacrificio de un individuo, independientemente de su motivación psicológica, en beneficio de otros) surge de un egoísmo más profundo revelado por la teoría de la selección de parentesco (yo no propago mis propios genes, a cambio de que mis parientes, que los comparten en cierta proporción conmigo; de modo que igual los propago) y la del altruismo recíproco (hoy por ti, mañana por mí) reforzada con la teoría de juegos (la mejor estrategia es colaborar la primera vez y hacerlo o no hacerlo a la siguiente según actúe mi compañero).

Los biólogos formados a partir de los años sesenta consideraban que la teoría de la selección de grupos, formulada rigurosamente por Wynne-Edwards, requería, siendo benévolos, unas condiciones que difícilmente se cumplen en las poblaciones naturales y que no venía confirmada por ningún hecho claro, ya que lo que Wynne-Edwards explicaba con su teoría también era explicado, a juicio de la mayoría, mejor, por teorías que no se salían del ámbito de la selección individual. Y muchos de los formados a partir de los setenta, influidos por la brillante y aparentemente cuantitativa sociobiología de E. O. Wilson, consideraban el altruismo como algo aparente basado en un egoísmo básico. A los ojos de esos biólogos, entre los que me cuento, excepto por la influencia de E. O. Wilson, cosas como los combates ritualizados y los mecanismos inhibidores de la agresividad, que muchos etólogos explicaban invocando el bien del grupo, eran desafíos a los que respondían denodadamente con la teoría de juegos que sólo apelaba al interés del individuo, considerando a esos etólogos como anticuados que no estaban familiarizados con la teoría darwinista.

Lo cierto es que Darwin había conjeturado la selección de grupos, tanto en El origen de las especies, para explicar las sociedades de insectos, como en El origen del hombre, para explicar el altruismo y el comportamiento moral. Pero nadie le hizo mucho caso. Wynne-Edwards, en la década de los sesenta, formuló rigurosamente la cosa, a propósito del comportamiento reproductor de algunos animales que crían en grupos, como muchas aves costeras. Fue más bien despreciado.

Un libro publicado en español en el año 2000 (E. Sober y D. S. Wilson. El comportamiento altruista. Psicología y evolución) ha vuelto a plantear la cuestión, y, esta vez, me parece que de manera definitiva. Consideran sus autores que es cierto que si nos limitamos al estudio de un grupo, los individuos egoístas aumentarán a expensas de los altruistas -la objeción "definitiva" de los individualistas-, llegando, en último término, a extinguirse los segundos. Pero la cosa cambia si los grupos no están aislados e intercambian individuos entre sí o se disuelven para formar nuevos grupos. Entienden un grupo como un conjunto de individuos que interaccionan con respecto a un rasgo, de forma que influyen en su aptitud, independientemente de que el conjunto sea grande o pequeño (hasta dos individuos), de que los individuos que interaccionen sean o no parientes y de que su duración sea de varias generaciones o de una fracción minúscula del ciclo vital. Esta definición de grupo les permite subsumir en una sola teoría de varios niveles los casos explicados por la selección de parentesco, por el altruismo recíproco y por la teoría de juegos, como casos particulares dentro de una teoría general.

Denuncian la falacia de los promedios que practican sus oponentes. Esta falacia consiste en considerar, después de un período de evolución, las proporciones de altruistas dentro de los grupos, que disminuyen, sin considerar que esta proporción puede aumentar en la población general si los grupos con más altruistas crecen más que los demás.

Pasan luego a plantear la manera adecuada de estudiar las adaptaciones a cada nivel (sólo consideran los niveles individual y de grupos, pero su tratamiento puede extenderse hacia abajo, a los genes y hacia arriba, a las especies y las comunidades biológicas), siguiendo tres pasos:

  1. Preguntarse qué evolucionará si la selección individual es la única fuerza evolutiva.

  2. Preguntarse qué evolucionará si la selección de grupos es la única fuerza evolutiva.

  3. Estudiar los componentes básicos de la selección a cada nivel: determinar primero la variación fenotípica (variación de los rasgos observables) dentro de y entre los grupos (una estructura poblacional con los individuos muy semejantes dentro de los grupos y la composición de los mismos diferente es mucho más favorable a la selección de grupos que una estructura con gran variación de los individuos dentro de los grupos y poca variación en la composición de los mismos); luego, determinar la heredabilidad de las diferencia fenotípicas (correspondencia progenitores/descendientes); finalmente, determinar las consecuencias de la variación fenotípica en la aptitud en y entre grupos (si existe variación y es heredable, la diferente supervivencia y reproducción de las unidades conduce al cambio evolutivo, adaptando las propiedades de las unidades al entorno).

Afirman que es de esperar en la mayor parte de los casos reales, respecto a los pasos 1 y 2, que haya resultados intermedios entre ambos tipos de selección. Respecto a la heredabilidad de las diferencias entre grupos, estudios de selección de grupos con el escarabajo de la harina Tribolium, respecto a rasgos como el número de individuos producidos por el grupo, han resultado positivos, permitiendo la selección grupal, tanto para maximizar la descendencia como para minimizarla.

El estudio de nuestra especie con la teoría de la selección a varios niveles ha revelado que nuestro comportamiento en su totalidad no cae en ningún punto concreto entre la selección de grupos y la selección individual, abarcando todo el intervalo. Lo mismo sucede con las abejas, pese a su ultrasocialidad. También ellas están tan preparadas de manera innata para formar superorganismos, como para luchar todas contra todas, dependiendo de la estructura poblacional y de las condiciones del entorno.

Hay diversos mecanismos que favorecen la selección de grupos, reforzando los comportamientos primarios y haciéndolos menos costosos: la elección de compañeros, que requiere un mínimo cognitivo, pero muy bajo, puesto que en los gupis, unos pequeños peces comunes en los acuarios, se ha observado la preferencia por los compañeros altruistas; la variación continua en los rasgos, que evita el problema del surgimiento en los modelos de un solo gen y variación discreta (en estos modelos, es casi imposible que un altruista encuentre a otro, pero en los de variación continua, un individuo de altruismo por encima de la media siempre podrá encontrar otros también por encima; la variación continua es mucho más realista que la discreta); la amplificación del altruismo mediante sanciones a bajo coste para quien las administra; las normas sociales que uniformizan el comportamiento, aumentando las diferencias entre los grupos y minimizándolas en su interior.

En definitiva, contra lo que venía siendo la corriente principal de la biología evolutiva, la selección de grupos parece que se da, y es teóricamente posible y el altruismo no necesita explicaciones egoístas a un nivel más profundo. El bien del grupo también cuenta en la evolución.

© Julio Loras Zaera
Profesor Francho de Fortanete

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Diseño: Julio Loras Zaera

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