Bueno para comer es el título de un libro del antropólogo Marvin Harris donde se tratan las costumbres alimentarias desde la perspectiva de su materialismo cultural. Es una respuesta a una antropología que trata estas costumbres desde el punto de vista de las ideas y más directamente responde a la frase de otro antropólogo que decía que comemos lo que es bueno para pensar. Yo me adhiero a la visión de Harris y me he basado en sus razonamientos para escribir este artículo.
La idea de escribirlo la motivó la lectura de un estudio titulado “Rising rural body-mass index is the driver of the global obesity epidemic in adults” y publicado en Nature, 569. En el abstract se dice que el índice de masa corporal (IMC) ha aumentado constantemente en la mayoría de países paralelamente al crecimiento de la población urbana, lo cual ha hecho pensar que la epidemia de obesidad está promovida principalmente por los procesos de urbanización. El estudio que presenta ese artículo contradice en sus conclusiones esa idea tan asentada. Los autores toman 2.009 estudios basados en poblaciones, con medidas de estatura y de peso de más de 112 millones de adultos, para determinar tendencias del ICM medio a niveles nacionales, regionales y globales, clasificados por lugar de residencia (áreas urbanas o rurales), de 1985 a 2017.
De 1985 a 2017, dice el artículo, la proporción de personas que vivían en zonas urbanas pasó del 41 al 55%. En el mismo período, el IMC medio pasó de 22,6 a 24,7 en las mujeres y de 22,2 a 24,4 en los hombres. El aumento del IMC fue de 2,09 y de 2,10 para mujeres y hombres, respectivamente, en las áreas rurales, y de 1,35 y 1,59 en las áreas urbanas, también respectivamente para mujeres y hombres.
En 1985, los hombres y las mujeres urbanos de Asia del este, del sur y del sudeste, Oceanía, Latinoamérica, el Caribe y una región que comprende Asia central, Oriente Próximo y el norte de África tenían un IMC más alto que sus compatriotas rurales, diferencia que ha ido desapareciendo con el tiempo hasta revertirse. En cambio, en el África subsahariana, la diferencia inicial a favor de las personas urbanas se ha mantenido e incluso ha crecido en el período de estudio.
Se explican las diferencias iniciales por el mayor gasto de energía metabólica en las zonas rurales cuando las tareas no estaban mecanizadas. La mecanización de la agricultura debió de permitir que las gentes de las áreas rurales pudiesen acumular grasas que antes quemaban, con una alimentación más abundante. El caso del África subsahariana se podría explicar porque ese proceso no se ha producido allí.
Hasta aquí, lo principal del estudio, que, dejando de lado la mecanización rural, no plantea ninguna hipótesis más. Yo creo que esa hipótesis puede ser acertada, pero no da cuenta totalmente del fenómeno. Y aquí es donde acudo a Marvin Harris, para quien los alimentos, la gastronomía y las costumbres que los rodean deberían explicarse mediante el criterio del balance de costes y beneficios que suponen. Esos costes y beneficios tienen que ver fundamentalmente con la energía necesaria para obtenerlos y procesarlos y la energía que se obtiene con ellos, así como el valor nutritivo de los alimentos en las sociedades preindustriales. Pero en las sociedades industriales, regidas en casi todos sus aspectos por el mercado, la medida de los costes y beneficios de la alimentación es el dinero. Según Harris, en estas sociedades, la racionalidad que rige la alimentación es el balance de costes y beneficios que se miden en dinero. No me resisto, para ilustrar esto, a dar cuenta de su explicación de por qué los norteamericanos son tan aficionados a las barbacoas de hamburguesas y de salchichas: la carne llena de grasa de estos alimentos es muy barata y su procesamiento en la barbacoa lo mismo; con ellas se llena el estómago por poco dinero. Esta afición crece de la misma manera que decrece la renta de sus practicantes; las clases altas, en general, tienen aficiones gastronómicas muy distintas.
Y aquí, lo que tiene que ver con el estudio. En general, las rentas rurales son más bajas que las urbanas. En el período del estudio, esta diferencia ha aumentado en todas partes (una de las razones del éxodo de las zonas rurales a las ciudades). Antes de seguir con esto, quisiera señalar que en las sociedades preindustriales, es decir, durante casi toda la historia de la humanidad, no había dudas para clasificar socialmente a las personas obesas: pertenecían a las clases altas o muy acomodadas. En cambio, en la actualidad es más probable que una persona obesa pertenezca a las clases bajas de la sociedad. Las clases bajas han conseguido acceso a una alimentación barata, cuantitativamente suficiente, incluso excesiva, pero de mala calidad (cargada de grasas y escasa de nutrientes cualitativamente necesarios). Esto es lo que ha hecho que aparezca por primera vez en la historia la obesidad en las clases bajas.
Siguiendo con el principio del párrafo anterior, en las zonas rurales de la mayor parte del mundo, la gente tiene unas rentas inferiores a las de las zonas urbanas, pero que le permiten el acceso al mercado de alimentos, donde hay algunos baratos de los que se puede tomar gran cantidad, aunque sean pobres nutricionalmente, lo que promovería la obesidad en esas zonas. El caso del África subsahariana es el de una región donde la industrialización ha sido débil y precaria y la mecanización no se ha producido. La alimentación, en general precaria, aún se rige por los costes y beneficios medidos en unidades energéticas y no monetarias.
Agosto de 2019