Conservación y pueblos indígenas: se pueden sacar las mismas conclusiones sin subir al cielo de la filosofía

El pasado 5 de octubre, PNAS publicaba un interesantísimo artículo (Michael Shawn-Fletcher et al. Indigenous knowledge and the shackles of wilderness. PNAS) de reflexión sobre las relación entre las corrientes más poderosas del conservacionismo (organismos internacionales, grandes oenegés, multimillonarios filantrópicos o buena parte del mundo académico) y las comunidades indígenas, especialmente las de los trópicos. La idea de las primeras, que aplican con ahinco, es la de separar a los humanos de unos paisajes “prístinos”, “salvajes” que hay que proteger de la acción humana. Es decir, hay que sacar a los humanos de esos paisajes o, por lo menos reducir su actividad al mínimo.

Esos paisajes “salvajes” son un mito. En los bosques y en los desiertos tropicales ha habido viviendo humanos desde hace muchos milenios. Por ejemplo, en Australia la presencia humana en sus paisajes data de hace más de 60.000 años y algo parecido se podría decir de la Amazonia o del Sureste de Asia y Nueva Guinea. Antropólogos y ecólogos han descubierto que esos paisajes y su gran biodiversidad dependen en alto grado de la ocupación humana. Acompañan al cuerpo del artículo tres recuadros con parejas de mapas que muestran la visión homogénea de los organismos internacionales, que los definen como paisajes “prístinos” a proteger de los humanos en general, por una parte, y el mosaico de vegetación y comunidades humanas deducido de los estudios de los científicos mencionados.

Los hechos son los hechos: gran parte de la biodiversidad de esos ecosistemas, de sus servicios y de su resiliencia (incluida la resiliencia al calentamiento global) la han producido los humanos que habitan desde hace milenios esas tierras y la mantienen e incluso la mejoran. En cambio, la visión que busca lo “prístino” puede conducir a graves afecciones al medio que pueden incidir en el ámbito global. En los años sesenta del siglo pasado las autoridades australianas decidieron desalojar de esos ecosistemas valiosos a sus habitantes ancestrales. A los pocos años, los ecosistemas se degradaron alarmantemente y los grandes incendios arrasaron aquellas tierras. En vista del “éxito”, devolvieron las tierras a los indígenas. Estos consideraban sus tierras como un jardín que había que cuidar y que dependía de ellos que se mantuviera saludable, como habían hecho durante milenios. Aunque aún no se han recuperado del todo, los ecosistemas tropicales australianos han ido mejorando desde entonces.

El problema de la visión conservacionista dominante es su arrogancia y su desconsideración de los conocimientos acumulados en milenios por los pueblos indígenas, en interacción constante con unos ecosistemas de los cuales dependen y a los cuales han ido modificando con sus prácticas y sus modos de vida. No es un conocimiento científico, sino un conocimiento práctico que se expresa en la mayor parte de las facetas de su vida, desde la caza o la recolección o la horticultura, pasando por las relaciones individuales y comunitarias, hasta la religión. Aquí me remito al informe de Roy M. Rappaport titulado “Cerdos para los antepasados”, en que se prueba contundentemente que el ciclo ritual de los tsembaga maring de Nueva Guinea era un mecanismo que mantenía en condiciones su ecosistema.

Esta es para mí la esencia del artículo. He presentado, a partir de sus datos, una reflexión a ras de tierra, que creo que basta y sobra para concluir que, por lo menos en esos ecosistemas, debe atenderse a las comunidades que los han creado y que los conservan y mejoran, dejando de lado la arrogancia. En cuanto a esos conocimientos indígenas, que son muy variados y dependen de las condiciones locales, los científicos harían bien en estudiarlos y refinarlos, generalizándolos. En esto difiero de los autores del artículo, que parecen pensar que la ciencia “occidental” y los conocimientos indígenas, si no son incompatibles, pertenecen a mundos (¿humanidades?) diferentes.

He escrito reflexión a ras de tierra, porque el artículo se mueve en el cielo de la filosofía, más concretamente, de la epistemología. No creo que su razonamiento supere al mío.

Noviembre de 2021


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